A partir de sus acotaciones a un artículo que leyó en las memorias de la Sociedad Económica de La Habana, el artículista da a conocer a sus lectores «lo que de la mujer pensaban los hombres en 1843 y el puesto que ésta ocupaba entonces en nuestra sociedad».
Para los cubanos de entonces, la mujer era sólo un ser débil, bello e inferior, sujeto en todas sus edades a tutela, sin más participación que la exclusiva de esposa y madre, sin más aspiraciones que la de compañera sumisa, fiel...

Son las memorias de la Sociedad Económica de La Habana, fuente riquísima e inagotable de datos y antecedentes sobre la historia, vida y costumbres cubanas de la centuria pasada, y cada uno de sus volúmenes es a manera de compendio del estado de nuestra sociedad, en todos sus órdenes, durante el año a que el tomo se refiere, sin que falten tampoco incursiones retrospectivas que nos permitan, por documentos o narraciones, asomarnos a épocas mucho más remotas de la conquista y colonización de la Isla; y ofreciendo a veces, igualmente, interesantes trabajos en que se dan noticias o se realizan estudios sobre la situación política, social, literaria o artística de naciones europeas, o se ofrecen monografías o ensayos que nos facilitan el aquilatar el grado de civilización y progreso del mundo en esos tiempos.
Ojeando en estos días algunos tomos de las Memorias, en busca de datos para redactar estos recuerdos, nos encontramos en el volumen correspondiente al año 1843, un trabajo titulado Educación de las Niñas, en el que se ofrece una síntesis del criterio de esa época sobre la mujer, deberes mejor que derechos, educación que puede recibir, papel que en la sociedad debe desempeñar.
Como las ideas que sobre la mujer se mantienen en ese trabajo son tan opuestas a las que hoy predominan en el mundo civilizado y se han abierto ya paso y llevado a la práctica en algunas naciones europeas y americanas, nos pareció que a nuestros lectores interesaría el conocer, por nuestras acotaciones a ese trabajo lo que de la mujer pensaban los hombres en 1843 y puesto que ésta ocupaba entonces en nuestra sociedad.
Para los cubanos de entonces, la mujer era sólo un ser débil, bello e inferior, sujeto en todas sus edades a tutela, sin más participación que la exclusiva de esposa y madre, sin más aspiraciones que la de compañera sumisa, fiel y respetuosa del varón, ni más tareas a desempeñar que las domésticas, las «propias de su sexo», en el hogar de los padres y en el hogar del marido.
Empieza el articulista por conmoverse con sólo pensar en «el bello sexo». Mencionarlo sólo –dice– «es recordar a los hombres la belleza, la dulzura y las gracias de los seres bienhechores que nos mecen en sus brazos al nacer, que dividen con nosotros los cuidados y los placeres de la vida, que suavizan nuestros infortunios, y que aminoran, si no disipan del todo, nuestros trabajos y calamidades».
Así emocionado, es natural que el articulista considere que tratar de la educación de las niñas «es cultivar el vergel de las delicias humanas, apartar de él los insectos y las malezas del vicio, fecundar tiernas flores con la luz del saber, esparcir sobre ellas el riego de la virtud». Y nuevamente emocionado, se pregunta: ¿Puede haber más interesante ni agradable objeto?»
Vamos a ver enseguida en qué se convierten todas esas frases sentimentales y bonitas, cuando tenga el articulista que concretar su pensamiento sobre la educación de las niñas.
Por lo pronto juzga que esta educación es importante porque las niñas, de hijas de familia, han de convertirse en madres. Y para ratificar esta perogrullada aporta opiniones de Santos Padres y filósofos. Y al no educarlas esencialmente para madres, atribuye el que algunas mujeres «se arrojen en la carrera del mal». Considera que por su constitución es el sexo femenino bondadoso y tierno, y si se pervierten las mujeres, de por sí «piadosas, suaves, tímidas y compasivas», se debe a que en la niñez se les enseña la frivolidad, la hipocresía, corrompiéndolas con indiscretas conversaciones, familiaridades con personas de otro sexo, lectura de aventuras amorosas que «les forma ilusión de placeres cifrados, relaciones clandestinas y peligrosas», se les cuentan anécdotas de libertinaje y se les pinta el matrimonio como el estado de los encantos del amor y no como «el de las penosas tareas de la maternidad». Se les reprocha, además, lujo, disipaciones, infidelidades, siendo el hombre el que los fomenta o provoca.
¿Cómo debe educárselas?
Pues verán las lectoras cómo se pensaba sobre la educación de las mujeres en 1843, qué creían los hombres que debía enseñárseles y para qué juzgaban que era útil la mujer en el mundo.
Comienza el articulista por dejar sentadas estas dos premisas, que entonces se tenían por base de todo el sistema educativo femenino: «las mujeres no deben ser sabias»; «la única carrera de la mujer es la consagración a la vida doméstica».
¿Por qué se pensaba que no convenía que fuera sabia la mujer? Porque «la curiosidad y la instrucción las hacen ridículas, vanas y caprichosas». El hombre si debe tener conocimientos extensos e ilimitados, porque él es el señalado a desempeñar los grandes ministerios en la sociedad. En la mujer, «la enseñanza científica marchita la flor virginal de la ignorancia sencilla que es fuente de tantos encantos cifrados en la armonía que nace del contraste entre el amor ilustrado y el del candor que se instruye al través de los efectos en los apacibles momentos del ocio en la vida de los esposos».
En esa época «feliz» de 1843, juzgaban los hombres que debían tener a su lado «no un rival en el saber, que los humille, sino el embeleso del pudor y la condescendencia», considerando que «la historia de las mujeres sabias es la de las mujeres desgraciadas como Safo; la de las consagradas a las ocupaciones de su sexo, es desde el siglo de Penélope, la de las que han establecido su imperio sobre los corazones».
El articulista, hombre según parece algo liberal, no está de completo acuerdo con este criterio imperante en la época sobre educación de las mujeres a base de ignorancia, o sea de enseñarles que no deben saber casi nada. Cree el articulista que deben recibir cierto barniz de cultura, porque así, como madres, pueden trasmitírselo mejor a sus hijos desde los primeros años del raciocinio. Y afirma: «Sería grande aberración intentar hacer de cada mujer un literato; no hay sin embargo condición alguna en la cual no deba procurarse para el bien de la sociedad y de las mujeres mismas la educación religiosa y la instrucción en las tareas domésticas».
Véase cuán timorato es el liberalismo del articulista, pues, después de censurar la opinión reinante sobre la educación femenina, mantiene como aceptable un sistema educativo, igualmente basado en la ignorancia: tareas domésticas y religión.
Termina su artículo, desenvolviendo su criterio sobre ambas «enseñanzas». Según él la religión es todo para la mujer. La acostumbra a ser casta, pudorosa, dulce, piadosa, convirtiéndola casi en un ángel.
De «las labores propias de su sexo», afirma esto, que es definitivo como expresión del criterio de la época sobre educación femenina: «No puede haber en una mujer ciencia más necesaria y agradable que la de las ocupaciones domésticas. Ese talento hace a una joven mucho más estimable que la rica dote. Por él hace reinar en la familia el orden y la abundancia, formando las delicias de su esposo, de sus hijos y sus domésticos. Una mujer industriosa y delicada es una providencia en la casa que gobierna. Por el aseo y la limpieza prepara el orden que todo lo coloca en armonía, evitando la confusión y las destrucciones que ésta ocasiona, por la previsión ofrece él goce de las comodidades, haciendo satisfacer sin espera las exigencias de la vida y aún los gastos y caprichos; por la economía conserva la fortuna de su familia, sin oprimirla por la avaricia, lo nivela todo bajo el lente de la exactitud y de la cuenta, cubre la mesa de los platos que sabe sazonar, se viste de la habilidad de sus manos, frecuentemente ocupada en matizar los colores con que su aguja adorna el cuello de una hija o con que engalana de festones y plumas la cabeza del que habrá de trasmitir el nombre de su padre».
¡Así se educaba a las niñas, y para las ocupaciones domésticas, exclusivamente, servían las mujeres en 1843!
Recomendamos a nuestras lectoras, solteras y casadas, relean esos párrafos y mediten un momento sobre el concepto que de la mujer tenía el hombre en esa época, no tan lejana, y lo comparen con la presente situación social de la mujer, teniendo en cuenta que ésta no ha alcanzado aún la plenitud de los derechos y libertades que ya hoy se le reconocen teóricamente. Si a las mujeres de 1843 se les hubiera dicho que en menos de un siglo iban a cambiar ideas y costumbres sobre feminismo casi radicalmente, se hubieran reído o insultado, considerándolo como burla u ofensa. Y sin embargo, así ha ocurrido. Y resulta mucho más largo y penoso el camino desde entonces a acá recorrido que el que falta para llegar a la meta de las aspiraciones e ideales del feminismo. Con unos cuantos impulsos más, el triunfo será definitivo…

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