Publicado bajo el seudónimo de Cristóbal de La Habana en la revista Social de agosto de 1929, este artículo de Emilio Roig de Leuchsenring pertenece a la sección «Recuerdos de antaño» de esa prestigiosa publicación.
Según el autor, «el canto era indispensable acompañamiento del baile: versos populares, de autores anónimos, o imprevisados otras veces, que dejaban transparentar casi siempre los dolores de la raza y su odio contra los bárbaros verdugos».

 Vimos en el número anterior la interesante descripción que en la revista madrileña El Museo Universal, de 1860, hace Don Antonio Ribot y Fontsere, de los bailes «de blancos» que se celebraban en Isla de Pinos, por los años anteriores a esa fecha, y ofrecimos dedicar los presentes Recuerdos a recoger los datos, no menos llenos de interés, que ofrece en el mismo trabajo el señor Ribot sobre los bailes de la gente de color en la misma época y lugar. Comienza el cronista por declarar que celebrándose solamente los días festivos los bailes de negros, como los de blancos, él prefería el de aquellos y «no asistía al de los blancos hasta que había terminado el de los negros, es decir, a última hora».
Esta predilección le acarreaba censuras por parte de los blancos que lo juzgaban apóstata y desafecto a su raza y no podían aceptar que tratara a los negros «como si fuesen hombres». Pero él, hombre ampliamente liberal y humano, no le daba valor alguno a esas críticas y «miraba a sus detractores con el mismo profundo desprecio que Riqueti a los Lameth».
El baile de negros tenía lugar en la sala de una espaciosa, pero muy modesta casa de las afueras de la población, a la mortecina luz de cuatro velas de sebo, puestas en «dos cornucopias de hoja de lata muy enmohecidas. Las paredes blanqueadas con cal, no tenían cuadros ni adornos algunos ni siquiera había sillas, sino tan sólo dos bancos mugrientos».
La orquesta estaba reducida a un güiro, y no se bailaba más que el zapateado y el fandango. Pero —dice Robot—«lo que se bailaba, se bailaba con brío y había negros que con los pies hacían maravillas; los había que se dejaban caer contra las manos, y se levantaban de repente dando al aire una voltereta como los cubisteros en las danzas gimnásticas de Esparta. Las negras bailaban también con fervor, totus viribus, que es, según el sagrado texto, como bailaba David delante del Arca».
El canto era indispensable acompañamiento del baile: versos populares, de autores anónimos, o improvisados otras veces, que dejaban trasparentar casi siempre los dolores de la raza y su odio contra los bárbaros verdugos. Ribot recoge en su crónica varias estrofas de esos cantares.
En una se hace alusión al amo que gozaba de triste reputación por el mal trato que daba a sus esclavos:

«Todos, si bien se repara, Todos, si bien se repara, En el mundo negros son: Yo tengo negra la cara Y tú negro el corazón".

Otros cantares descubren celos, despechos amorosos. Una negra, perdidamente enamorada de un guajiro blanco, que va a casarse con una blanca, desahoga su rencor, cantando así:

«Blanco de mi corazón, Blanco de mi corazón, Que amas a una blanca aleve, Al calor de tu pasión Que encendería el carbón, Se derretirá la nieve.

«Blanca, blasonas en vano De tu triunfo y Mi amante te dió la mano, Todo lo demás es mío».

No faltaban, tampoco, comparaciones de unas razas con otras, por la bondad de frutas, vegetales, etc:

«Los mulatos comen yuca, Y los criollos casabe, Los españoles pan blanco Y los obres negros, ñame».

Si en el baile de blancos en aquella época, según vimos en el articulo anterior, la indumentaria, tanto de hombres como de mujeres, era de lo más ligera, sencilla y fresca, lo indispensable para no estar desnudos, en cambio, los negros acudían al baile sobrecargados con una indumentaria complicadísima, pues llevaban las piezas de ropa pertenecientes a sus amos y que éstos habían desechado —levitas, chaquetones, chalecos, pantalones, fracs de todos los colores— y mezcladas unas piezas con otras sin orden ni concierto algunos e importando poco que hubieran pertenecido a personas de otra estatura, más delgadas o más gruesas, de manera que era muy difícil encontrar alguna pieza hecha a la medida. A esto hay que unir: enorme cuello almidonado y no menos inconmensurable corbata blanca, cadenas y dijes de similor o de acero, sin reloj. Unos llevaban zapatos viejos de sus amos; otros iban descalzos.
Las negras, aunque vestían algo más peripuestas que las blancas, no exageraban tanto la nota como los hombres, y de los vestidos de sus amas hacían ellas sus trajes, adornándolos, con accesorios y perifollos, lazos, cintas, collares, pendientes, flores artificiales. Los colores preferidos eran las pintas fuertes o vivas, el rojo, principalmente.
De todas las mujeres asistentes a esos bailes domingueros de Isla de Pinos, dedica Ribot especial mención a dos esclavas, propiedad de1 Comandante de la Isla, dos bellezas maravillosas, que «no eran negras más que por su color; parecían blancas pintadas de negro. Una de ellas era alta, la otra baja, pero las dos esbeltas. Había en sus facciones tanta regularidad, tanta perfección, tanta pureza de líneas como en la Fornarina del gran Rafael; eran dos estatuas de Venus, que por un capricho del escultor se hicieron de ébano en lugar de hacerse de alabastro». Estas dos bellezas, o poseídas de sus encantos, o engreídas por ser esclavas «del amo que mandaba a los amos de los esclavos» eran altivas, trataban con desprecio a los de su clase y de igual a igual a los blancos.
A las nueve, terminaba el baile y comenzaba en el portal la cochinata, o sea el festín de un lechón asado, que desde el comienzo del baile estaba preparado sobre una mesa, abierto, como es costumbre en el campo de Cuba. Sentados en los mugrientos bancos, daban pronto, con tenedores de palo, cuenta del lechón, acompañado con tragos de aguardiente de caña, en un vaso único, que se pasaba de mano en mano y de boca en boca.
Ribot y un amigo suyo, eran los únicos blancos del baile, y alternaban en la danza y la cena, con congos y carabalíes, criollos y bozales. Dice Ribot que: «nuestra llaneza encantaba a nuestros huéspedes; pero todo el prestigio que nuestro carácter franco nos daba entre la gente de color nos lo hacía perder entre los blancos».
A las diez, terminaba la fiesta, y Ribot y su amigo se trasladaban, hasta las once, al baile de blancos, y concluido éste, se retiraban a su bohío, a descansar de las fatigas de ambos bailes, gracias al sueño reparador que lograban conciliar, a pesar de jejenes y ratones, librándose de los primeros con un mosquitero de percal tupido, y de los segundos con un majá que hacía el oficio de gato.

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