Agustín Bejarano ha asumido el reto más grande para un pintor cubano: hacer un Martí que exprese su sensibilidad de artista y, a la vez, el espíritu de la época en que se inserta como creador.
Martí es ese espíritu pleno, íntegro, limpio, al que Agustín Bejarano acude para interpretar su época y su pintura.

 Cada momento importante de la cultura visual cubana ha tenido su José Martí. Así, la Academia (Esteban Valderrama, Salineros, Juan Emilio Hernández Giró...), la Vanguardia del 27 (Carlos Enríquez, Jorge Arche, Eduardo Abela...) y la Revolución (Raúl Martínez, Adigio Benítez, Pedro Pablo Oliva...). Recientemente, Agustín Bejarano. Con sólo 38 años de edad y apenas dos décadas de vida profesional activa, este pintor se ubica entre los que, en los últimos años, han tratado de manera sistemática y convincente la imagen de Martí, en tanto sustento de sus propias búsquedas expresivas. Experimentar y crear a partir del icono de mayor trayectoria en la iconografía patriótica cubana, es —sin dudas— la mejor prueba a que pueda someterse un artista del patio.
Con notables excepciones, Martí ha sido asunto de casi todos los grandes plásticos cubanos. En consecuencia, hacer un Martí que exprese la sensibilidad personal del artista y, a su vez, de la época en la que se inserta como creador, es tarea de consagrado. Para suerte de la historia del arte cubano, los plásticos han insistido más en la interpretación y plasmación del tópico que los escritores y poetas. Lo que hizo Julio Antonio Mella con el pensamiento de Martí (Glosas, 1926) ha tenido su equivalente en la plástica más de una vez. Con Martí, tal vez no se aprenda a escribir, pero sí a ver. Quizás en ello resida la raíz profunda de las alas que le crecen a los pintores al asumir su figura en sus respectivas obras personales. O que al haberse sólo expresado por la palabra, el Apóstol les dejó intocados los colores y las formas.
Pero esto es relativo. Al desarrollo del genio de Martí, sin duda, contribuyó su permanente e inteligente percepción del entorno físico y social. Toda su obra, incluida la poética, es una total objetivación en el hombre y la naturaleza. El saber ver y pensar por la imagen, necesariamente tuvo que ser en él un acto cotidiano y creativo en total interacción con su obra política y literaria. Y si la imaginación es la capacidad y la actividad de la mente para producir imágenes, se comprende que su cultura visual fuera también sustentadora de la riqueza expresiva y de asunto de su ingente obra literaria, pero —sobre todo— de su primera y esencial condición de artista. Condición que siempre prevaleció en su concepto de una imagen más elaborada y sentida que, hecha verbo o escritura, desbordará sus funciones para transmutarse en poesía. «Yo no he hecho más que poner en verso mis visiones», le comenta a un amigo, refiriéndose a esa épica de la paternidad que son los poemas de Ismaelillo.(1) Es a este Martí, y no a otro, al que han apelado los artistas por más de una centuria. Es a este Martí al que apela en nuestros días Agustín Bejarano.
No creo que Bejarano sea un martiólatra, ni mucho menos, pero sí sé que Martí está presente en el acto de concebir sus obras desde que era un estudiante de arte. «En otras ocasiones he dicho que Martí es la expresión más acabada del cubano, que es, a la vez, el cubano más universal, y diría más, que en Martí se reúne el universo —comenta el pintor—. En la historia de Cuba hay muchos hombres que dejaron su huella, pero en Martí está la huella de todos esos hombres».
Camagüey, ciudad natal del pintor, cuando no fue cuna, fue escenario de las hazañas de los grandes hombres del 68. Bejarano nació y creció rodeado de héroes, que en su caso es —como decir— de pinturas. Sí, porque a falta de una galería Uffizi, tuvo el taller provincial de la Unidad de Actos de Camagüey. Allí, de la mano de su padrino, vio cómo se diseñaban los mensajes que luego tendrían por soporte una valla o una pared: «Creo que en realidad yo fui un niño bastante precoz, pues a los cuatro o cinco años comencé a hacer los primeros trazos. Mi madre no se dio cuenta al principio de la trascendencia que esto tenía, del significado que podía acarrear para mi formación toda aquella cantidad de papeles dibujados que se iban acumulando desde una edad tan temprana. Sin embargo, mi padrino sí se dio cuenta de la vocación que había en mí, pues él tenía determinada sensibilidad para descubrir lo que nadie era capaz de ver. Yo anhelaba pintar como se pintaba allí, ya que no había otra referencia más importante que ésa. Dibujaba mucho en aquel taller, tomando como referencia los rostros de los héroes que estaban componiendo».(2)
En una foto familiar, y con sólo ocho años de edad, se le ve pintar el rostro de Agramonte; los colores están dados de manera plana, tal y como se hacían para su reproducción serigráfica en carteles y vallas. En la pared, otros patriotas están plasmados con igual criterio pictórico. Ya había pasado la campaña simbólica de los Cien Años (de lucha del pueblo cubano), y los padres de la Patria habían alcanzado en estos medios igual jerarquía icónica que los fundadores del socialismo nacional e internacional: Baliño, Mella, Che, Marx, Engels, Lenin... Desde entonces hasta hoy, la suerte de Bejarano, más que echada, ha estado indisolublemente ligada a esa relación tan singular en la historia plástica cubana y que tan buenos dividendos le ha reportado a lo largo de dos centurias: el gráfico pintor y el pintor gráfico. Éste es su linaje, tanto como su forma de crear y de expresarse. Y también la base de lo que se ha dado en llamar su vocación nacionalista.
Otra foto, ahora en la Escuela Nacional de Arte (ENA), presenta al pintor del tamaño de una hormiga, al lado de una inmensa tela desplegada sobre el ya glorioso césped de Cubanacán. El asunto: un retrato de Martí. Esta especie de gigantografía todavía no dice mucho en cuanto a una forma personal de abordar el tópico; pero sí en cuanto a una forma suya de hacer que llegará a generar una suerte de figuración entre expresionista y gráfica, donde el gran formato y el valor simbólico de los ritos del gesto parecen sugerir el significado último de su creación. Corre 1983. Con sólo 17 años, el becario, tal vez inducido por el recuerdo del hogar, asume el icono con una concepción postal; es decir, en una especie de collage de sellos, con los cuales establece una relación entre su personal necesidad de comunicación y el carácter epistolar de una parte significativa de la obra del Apóstol. «Soy el primer sorprendido, porque nunca pensé que haría tantas obras con la imagen de Martí. Pero me alegra entender que tiene su lógica esa obsesión de pintar rostros, que desde temprana edad se me pegó», dice Bejarano.
 Concluidos sus estudios en la ENA, comienza la especialidad de grabado en el Instituto Superior de Arte de La Habana, de la cual se graduará en 1989. Bejarano, más que pintar, parece desbastar o engrosar la tela, según la prioridad expresiva del asunto a recrear; tal y como Miguel Ángel, al pintar, parecía que lo hacía con el cincel. Al lienzo, este joven creador cubano se impone con el mismo pulso e impulso con que hace que la gubia hienda la madera. Poco importa que la tela —generalmente, de gran formato— esté colgada o desplegada sobre el suelo, porque siempre el artista hará su hallazgo desde una intención gráfica de acentuado matiz crítico, en contrapunto con lo que ve y lo que quiere ver.
Incontaminado hasta el punto que las influencias hacen permisible reincidir sobre la experiencia, no malogra el alcance de su propuesta, de su cambio. Él es de esos creadores que se renuevan con cada obra. Ya sea cuando concibe el grabado monumental o cuando lo asume como instalación. Como el imán, poco importa un corte estilístico entre una y otra obra o exposición, porque siempre quedará incólume la esencia de su visualidad más íntima. Ello explica cuán viable es su obra para expresarse de la gráfica a la pintura, y viceversa, sin rupturas que obturen la continuidad de un lenguaje construido en la fe de ver. O que de un expresionismo de naturaleza casi abstracta en el grabado (Huracanes, 1989), pase a una figuración referencial de entraña posmedieval en la pintura (La anunciación, 2000). Serie esta última que anticipa Las coquetas (1998), donde de manera muy particular utiliza la técnica de la punta seca: graba el acetato con una aguja de coser, lo que hace que el impreso semeje un dibujo al carboncillo.
De 1994 a 1995, Bejarano había encontrado un nuevo punto de giro en el manejo del tópico martiano. Más que de fintas e indagaciones, su Martí empieza a hacerse de entrañas. Lo epocal estará dado por la crisis espiritual que registra a todo el organismo social; lo personal, por la gráfica, esta vez como colagrafía. En dos buenos ejemplos: Tropical Electric Bohío y El emprendedor, ambos de 1994, Martí parece encontrar el apoyo filial que le faltó. «Martí es como un elemento cualificador para juzgar la crisis interna del país —explica el pintor—. Es el personaje histórico que le da respuesta a lo que yo quería hacer».
En un momento en que la familia cubana se reorganiza desde sí misma y se rehace ante la situación límite que le impone a la sociedad la realidad histórica del país y el mundo, el hombre que organizó una guerra como una obra de arte es retomado por este joven artista, cuyos grabados son romanzas al trabajo restaurador y a la confianza ilimitada en el ser humano. De esta coyuntura y desgarramiento nacerá esa otra colagrafía que es como un grito al amor de la pareja (Harakiri, 1995), y que tan bien identificó desde entonces a Bejarano grabador.
También en la pintura, Martí lo estimula a seguir. La peculiar manera martiana de entender la vida eterna, más que una alternativa es una necesidad imperiosa e impostergable para el artista: si no se puede hacer una obra para todos los tiempos, al menos que sea de su tiempo. Martí es el camino, la verdad y la vida. Así lo entenderá en lo sucesivo Bejarano. Ahora, al volver a la tela, la llena de símbolos, metáforas, intenciones... El gran formato resiste la embestida, la exige... La tela se ha transmutado en pared. Los trazos y las texturas, por momentos, parecen venir de un pintor de grutas —que los había y muy buenos—. La creación de un métier muy a tono con su fuerza expresiva y su autenticidad en la plasmación del hecho-idea en sí y para sí, terminan por organizarle el caos.
Para interpretar una época hay que estar en plenitud de espíritu. Y Martí es ese espíritu pleno, íntegro, limpio, al que el artista acude para interpretar su época y su pintura. Su ontología poética de lo humano-natural, de evidente signo martiano, parece hacerse cada vez más de una concepción del espacio de raigambre escenográfica, donde las luces y las sombras, las imágenes sugeridas y las reflexivas, se abren a múltiples posibilidades morfológicas y expresivas, aun cuando el gesto último quede fijado ante la visión de un silencio consumado en su propio aplauso. De este Martí, y de esta forma de representarlo como pintura —en la que la gráfica subyace como una cita a pie de página en cada tela— se erigirá el sentimiento último de su recurrente presencia, al hacerla ya parte de lo personal y de lo nacional en lo universal, tal y como se obseva en Imágenes en el tiempo (2001).
De esta serie dice Bejarano: «Es donde con más profundidad he abordado a Martí. Y si en muchas obras su rostro no aparece, es porque está diluido como la materia primigenia que él mismo descubrió, abordó y transformó». Pero hay más. El Martí de esta serie está más hecho a la serranía que a la ciudad (antítesis de Julián del Casal), a la espiritualidad que a la desobediencia.
Martí es el propio símbolo del pintor. Para hacerlo suyo necesita de otros, cual el centro de la periferia. Y he aquí dos elementos esenciales: la tierra y el aire. El contrapunto visual se establece en torno al icono, en cada nueva representación. Desde los tonos ocres a un craquelado que parece prefigurar la piel humana, la sangre la recorre, y el gesto que se hace brazo y mano, la desagua en la tierra como herida. Pero el rojo es también el color de las rosas, y las de Imágenes en el tiempo no son precisamente esas que devienen símbolo de la mutabilidad de los sentimientos humanos, tal y como nos lo legó la literatura desde Ronsard y Calderón hasta Lorca, sino que son rosas de cara a los sentimientos más puros del hombre y que son como el símbolo martiano del amor, en su acepción más amplia.
La plena transformación de la tierra parece tener aquí, como en las sociedades antiguas, su último y más permanente asidero en el cielo. De ahí las palmas: medida de todas las cosas, como lo quería Martí. De ahí, también, las escaleras: símbolo de la voluntad, en la medida que le facilitan al héroe su inexorable destino de vencer la ruta, o, como en Teotihuacán —al ceñir los taludes piramidales—, el empinarse hasta la libertad absoluta de la ofrenda de vida. La dialéctica martiana más afincada a las esencias de la cubanía, queda de manera rotunda establecida en estos lienzos, cuando en ellos se alcanza a entonar el carácter dual de nuestra identidad insular en la tierra y el aire, para dar lugar a dos sustantivos salvadores: raíz y ala. No es casual que Metáforas de la salvación sea el título con que Bejarano bautice su otra gran serie de asunto martiano. Hecha también en 2001 (año que cierra el siglo que comenzara para Cuba en 1898), se diferencia de la anterior por una reducción mayor del color, donde los tonos ocres hacen de tránsito o preámbulo a los dos colores dominantes: el blanco (dibujo) y el negro (fondo). Esta austeridad cromática, sin embargo, no es gratuita, está en función de la necesidad de decir y de contar, de enarbolar conceptos, ideas, a tenor de una cultura en la que los soñadores siempre han sido más útiles al bien, que los pragmáticos.
Este bicromatismo parece tener su antecedente en la ya citada serie La anunciación, aunque su anticipación en cuanto al uso del color nos advierte otra de entraña semántica, al constituir lo que se enuncia (la apropiación de la cultura humanista, en este caso, la del renacimiento italiano, y la necesidad del cubano de entrar en relación con el mundo) causa y efecto de lo que se salva (la patria, la humanidad).
En consecuencia, en Metáforas... aparece un nuevo elemento: el agua. La insularidad se acrecienta, toma inusitado brío. El Caribe parece ser la suma de todos los mediterráneos posibles. Y en él, Cuba, la suma de todas las islas. Heredia, Varela y Martí la conciben y aman en la distancia. En esta dimensión de evidente signo universalista, a la Isla no se llega en andas de la evasión como a un coto de pureza paradisíaca, sino a una larga tradición que asocia libertad con utopía, a recaudo de una posible superación de los problemas morales y materiales que aquejan cada vez más al mundo.
Por consiguiente, la sensibilidad insular se erige en árbol... pero también en náufrago. La siembra (raíces-tierra), la despedida (alas-cielo), el naufragio, la salvación por la fe... el reencuentro, tal vez. Las exigencias del gran formato autentifican la serie ante el acto perceptivo. Las imágenes están hechas para verse de lejos, pero se las siente de cerca.
A diferencia de Imágenes en el tiempo —donde predomina la representación de medio cuerpo que, en alianza con las texturas y los ocres, parece ser un remitido a ese hijo del grabado en metal: el daguerrotipo—, en Metáforas... Bejarano atiende todo el cuerpo, lo sugiere desnudo, sin mácula, en dos de las telas (VI y VII).
Al igual que los pintores del primer renacimiento, el artista aborda los rostros, sacrificando expresión por armonía. Ha quedado atrás el tiempo de las agonías y las tentaciones; ahora su limpieza se cifra en su esencial vocación poética. La narración y el carácter secuencial de la serie es evidente, aunque por ello no se desmienta el pintor cuando alega que sus Martí «no son descriptivos, no buscan parecerse al de los escritos, ni se afanan en buscar inspiración alguna en sus poesías».
Tratándose de Martí, este creador precisa descartar cualquier voluntad interdisciplinar entre un texto literario y uno plástico: «Para mí, Martí es un catalizador, lo que implica un tipo de hombre y pensamiento acorde con la dinámica que me interesa desarrollar. Su magnetismo está en todas partes». Y ese «estar en todas partes» obliga a seleccionar... a unir las partes seleccionadas con el todo. Una vez más, lo visto y aprendido en la infancia reaparece: la serie Metáforas de la salvación, es una sola metáfora, un gran cuadro. Recordemos con Bejarano: «Me atraía sobremanera la concepción gráfica de los elementos dispersos entre sí, abstractos, casi indescifrables; la incógnita que había detrás de aquellos procesos de realización y montaje; era como enfrentarse a una serie de enormes rompecabezas, los cuales no se armaban hasta que eran colocados en su lugar de destino».
Y en esa metáfora salvadora, por primera vez aparece Martí en actitud de reverencia hacia ese otro icono de la espiritualidad cubana: la Virgen de la Caridad del Cobre. Tal advocación mariana resignifica el caudal de perspectivas poéticas al alcance del pintor, a la vez que refuerza la ya apuntada naturaleza dual de la Isla: la virgen saliendo del mar —según puede verse la primera estampa de ella, impresa en 1814— y coronándose patrona de la comunidad serrana de El Cobre.
Al abordar el icono Martí desde una perspectiva que, por encima de lo propiamiente social y político, prioriza lo emocional y espiritual —lo que ya venía ocurriendo en la plástica cubana desde fines de los 80—, es previsible que se haya producido tal convergencia orgánica con la Caridad del Cobre, cuyo rescate viene efectuándose últimamente en la producción simbólica vernácula.
De esta forma, los dos iconos de la cubanía involucrados por más tiempo en la consecución de una voluntad identitaria: la Virgen de la Caridad del Cobre y José Martí, más que relacionarse, se fundirán ahora, tal cuerpo y alma, en el molde de una esperanza que llegará a ser, a partes iguales, ruego y abrazo. Así, lo que por razones históricas y políticas no pudo cuajar en el discurso nacionalista del independentismo cubano, ni en el de inicios del socialismo, alcanzará —como imagen visual— una adecuada organicidad conceptual y trascendencia simbólica a tenor con un grado más alto de desarrollo estético-comunicativo y de una conciencia nacional que no excluye a los cubanos asentados en tierras extranjeras.
La Virgen de la Caridad del Cobre y José Martí: madre e hijo. ¡Qué mejor Pietá para un pueblo nuevo! Nuevo culto, sin duda, digno de la religión laica que legó el Apóstol. Dueto de componentes patrióticos, no excluyentes de lo heroico y libertario, ni de la fe en Dios y en la utopía.
Por último, en Metáforas de la salvación se siente con más énfasis que en Imágenes en el tiempo algo que es muy provinciano y, a la vez, muy cubano: apertura y franqueza. Ambas series tienen en común no antagonizar con el pasado, en razón de un presente y una vida que necesita de raíces permanentes. De ahí que el ejercicio de recontextualización que realiza el pintor sea un acto, en última instancia, de optimismo: el icono Martí, como en muchas otras obras de la historia del arte cubano, gana sentido en tanto es una imagen que habla del hoy a partir de la imagen de ayer. Martí en Bejarano no es un título para un libro o una serie pictórica de ocasión, aunque lo pueda parecer; es, sencillamente, una realidad tangible, hecha arte, dispuesta a existir y permanecer en la historia de nuestra cultura visual, como la vida y la obra del hombre en que se inspira.


(1) Carta a Diego Jugo Ramírez. Nueva York, 23 de mayo, 1882.
(2)
Entrevista hecha al pintor por David Mateo, en octubre del 2001.

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