Gracias a la mirada de Isabel Martínez, Iria Molina y Rocío de la Calle, tres creadoras fieles al principio de Cartier-Bresson que se basa en la captura de ese «instante preciso», hemos podido disfrutar de una muestra viviente de los habaneros en su gracia desbordante, en su transcurrir cotidiano, entregadas sus imágenes sin estereotipos ni ese ojo mercantil que reduce mientras pretende vender sólo la superficie de un mundo inexplorado en sus valores más auténticos.
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Los retratos de La Habana que se detienen ante el espectador tienen una carga de humanidad fuera de lo común y nos invitan a encontrar la clave de esa simpatía derramada en cada gesto del transeúnte, en cada «dicharacho», puesto en el oído del visitante que deambula.

La belleza de La Habana es proverbial y su leyenda recorre más de cinco siglos de existencia probada. En el punto de mira de toda la literatura de los primeros cronistas, su historia es rica no sólo por el esplendor acumulado en grabados antiguos, daguerrotipos y murales que apenas se registran en nuestra memoria sino por la grandeza y ese carácter tan transparente como jovial de sus pobladores.
Alguna vez leí en páginas de Alejo Carpentier una idea suya acerca de las ciudades, de ciertos conglomerados urbanos que han marcado el paso del mundo moderno en esta zona del hemisferio. Para Carpentier, una ciudad no es sólo eso sino la confrontación de sus monumentos, sus luces y sus sombras, su paisaje marino contra un enjambre de columnas protectoras del sol y la lluvia tropicales —como es el caso— sino los hombres, mujeres, ancianos, jóvenes y niños que la habitan para adjudicarle, con su pulso intransferible carácter esencial de ciudad.
Los rostros que aglutinan estos retratos son únicos en su simpatía y en su propia originalidad. Gracias a la mirada de Isabel Martínez, Iria Molina y Rocío de la Calle, tres creadoras fieles al principio de Cartier-Bresson que se basa en la captura de ese «instante preciso», hemos podido disfrutar de una muestra viviente de los habaneros en su gracia desbordante, en su transcurrir cotidiano, entregadas sus imágenes sin estereotipos ni ese ojo mercantil que reduce mientras pretende vender sólo la superficie de un mundo inexplorado en sus valores más auténticos.
Los retratos de La Habana que se detienen ante el espectador tienen una carga de humanidad fuera de lo común y nos invitan a encontrar la clave de esa simpatía derramada en cada gesto del transeúnte, en cada «dicharacho», puesto en el oído del visitante que deambula. Porque ese es el tiempo adecuado de una ciudad como La Habana cuyos habitantes amparan su vida con sonrisas a granel a pesar incluso de esas carencias que a veces inclinan pero no obligan.
Las fotos de esta muestra fueron realizadas con la técnica de la impresión digital pero parecerían herederas del culto a la fuerte luz que todo lo rodea, que todo lo abraza. Isabel Martínez revela los rostros de sus personajes en un marco anónimo pero tan expresivo como el detalle que aflora en planos casi misteriosos. Todo culmina con el tamborero, con su batá sobre las piernas, y las bailarinas de flamenco, señalando con su sola presencia el mestizaje racial y cultural de esos habaneros cuyos orígenes se remontan no sólo al Congo legendario, a Andalucía o a Cantón y Macao. Iria Molina ajusta a su mirada a esa diversidad étnica como hecho irreversible que es el centro de nuestro quilibrio. Sin embargo, escoge siempre niños que, en su inocencia, revelan mucho de nuestro carácter y nuestro sentido de la resistencia. Un joven, empotrado en una ventana, reflexiona sobre el futuro o sobre el pasado. ¿Quién podría saber?
Abierto y cordial, el habanero vive orgulloso de su ciudad, rescatada de tanta heroicidad y tanta entrega. Con su explosivo candor se convierte en diversos personajes, apreciados en el pasado como «tipos» que moldeaban las costumbre de otras épocas. Con gran ingenio y estilo, Rocío de la Calle fija para el espectador esos tipos cuando nos brinda retratos maravillosos del Zapatero, de La anciana y del Guajiro. Los personajes que desfilan ante nuestros ojos, integrantes de varias generaciones, muestran su fidelidad a la luz blanca de la Isla «más hermosa que ojos humanos vieron», siempre propicia para el arte de fotografiar.

Nancy Morejón
Poeta y periodista


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