La cerámica como pasión logra en las manos del artista Carlos Planas una versión amplia de figuraciones. Sería el caso de sus cristos, provistos de una anatomía a medias, fragmentada.
Los «cristos» de Planas tienen esas largas manos cuando meditan, y el pecho roto cuando penden de la cruz. Regadas por el mundo, cada cerámica suya es un espacio ganado al vacío. Cada cristo suyo, un intento más de resurrección personal.

 Carlos Planas eligió el barro, o mejor decir: el barro se plegó a él para que expresara sus angustias y esperanzas. Inventó porrones que habitan ciertos seres con unas manos muy largas. Esas manos rompen el barro, gritan de dolor o carcajean palmoteando. Planas repite en barro sus manos y, detrás de ellas, esconde su rostro más tierno.
Los «cristos» de Planas tienen esas largas manos cuando meditan, y el pecho roto cuando penden de la cruz. Bien sabe el artista que, durante el suplicio de la crucifixión, lo más terrible es la sed; que de tanto sufrir, el corazón puede estallar dejando una grieta en el pecho.
Regadas por el mundo, cada cerámica suya es un espacio ganado al vacío. Cada cristo suyo, un intento más de resurrección personal. Pero el barro le resulta limitado, y Planas necesita expresarse más allá de él. Entonces fabula alrededor de sus obras, teatraliza acompañándolas –aunque sea una vez– de sus gestos y voz, antes de perderlas para siempre.
En el perfomance de corte ecologista, quizás haya encontrado Planas la mejor manera de explayarse, de dar rienda suelta a su ego. Solemne, tremebundo, cáustico... el ceramista deviene espectáculo. Quien lo ha visto, no puede separar ya esa faceta histriónica de su obra. Otrora instructor de orates, Planas parece rendir tributo a la locura que genera belleza. No sorprende, entonces, que sapos, porrones, manos largas, cristos... sean motivos de su arte desbocado. Incluso, el Diablo. Pero éste, a diferencia de Cristo, aparece en forma indirecta, ya sea mediante cafeteras estrafalarias o los restos de una cena, «la última cena del Diablo en la Tierra».
Es que Planas todo lo confunde, todo lo transmuta. Crea un folklor propio, una religión sincrética parecida a la de los mendigos con figurillas de san Lázaro y latas de Tropicola. Y en medio de toda esa imaginería inconexa, de la chatarra, del animal suelto... por suerte, otra vez y para siempre, el barro, el barro, el barro...
¿Qué sucede con las cerámicas de Planas, con sus cristos, cuando caen en otras manos? Nunca lo sabremos. Es la misma duda profundamente ingenua de los niños ante las aguas de azogue: ¿a quién refleja el espejo cuando no estoy yo mirándome?

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