Cualidades como el tesón y la perseverancia caracterizan a Ramón Díaz Triana (1966), joven pintor que un buen día salió de su natal Pinar del Río para asentarse en el Centro Histórico de la Habana Vieja.
Triana recrea las imágenes del campo pinareño que, desde casi adolescente, reproduce en sus cuadros de paisajes rurales, cada uno de los cuales constituye para él una especie de «examen escolar que siempre se empeña en aprobar con nota de excelente».

Si una anécdota pudiera ilustrar la temprana preferencia de Triana por la pintura, es de seguro aquella que cuenta ahora la orgullosa madre al referir que cuando el niño apenas rebasaba los siete años y, ante la disyuntiva de escoger entre una bicicleta, un juego de pistoleros o una caja con 72 lápices de colores, optó por la tercera.
Definitivamente ganado por la pintura, se sintió subyugado por el paisaje cubano –y específicamente pinareño– desde aquellos tiempos lejanos de la infancia en que solía pasar semanas, y hasta meses, en zonas campesinas aledañas a la ciudad-capital más occidental de Cuba.
 A este conversador empedernido, se le iluminan los ojos y la sonrisa le suaviza el rostro –prematuramente curtido– si se le pregunta por sus inicios en el mundo de la plástica y se refiere a su tránsito por el retrato y las marinas.
«Comencé a dibujar mucho, pero principalmente paisajes. Solía caminar por el campo y me emocionaba ante su colorido, que intentaba llevar a mi paleta, a mis lienzos...», expresa. Su maestro fue Clemente Carreño Albiza, «(...) un hombre de pequeña estatura, de mirada segura e inteligente que con su trabajo contribuye día a día a recuperar las piezas museables existentes en el territorio (...)», según puede leerse en un amarillento ejemplar del periódico Guerrillero, de Pinar del Río, fechado el 7 de agosto de 1988, que guarda con amor, el joven pintor conocido ahora por su segundo apellido (Triana).
«Ramoncito comenzó como auxiliar y sin ningún conocimiento sobre restauración y conservación. Gracias a su empeño y dedicación es ya hoy un buen sustituto. Este muchacho trabajaba por el día y, por la noche, yo le impartía las asignaturas básicas, además de escultura, pintura y diseño (...)», declaró entonces a dicha publicación, Carreño Albiza, quien desde 1979 era el restaurador del Museo Provincial de Historia.  Allá, junto a él, Triana se inició en dichas labores para luego, en 1985, convertirse –tal como había preconizado el dedicado maestro– en el restaurador de aquella institución donde estuvo hasta 1999.
Gracias al empeño de José Manuel y Antonio Barro (más conocidos por «Los gallegos»), Triana entraría por la puerta de la restauración a la Habana Vieja, algunas de cuyas edificaciones conservan la huella de sus diestras manos: el Palacio de Gobierno, los techos y frisos del Palacio de O’ Farill, los techos en madera del edificio de San Felipe de Nery...
Pero su devoción y dedicación a la pintura, y en particular al paisajismo, se impondrían. Algunas obras suyas forman parte de colecciones privadas en España, Brasil, Vietnam, Colombia, Jamaica, México, Estados Unidos y Alemania. Han integrado, además, varias muestras colectivas y siete personales –fuera y dentro de Cuba– como la más reciente: «Dos extremos arte», hecha junto con el ceramista Agustín Villafaña, que estuvo instalada en el Salón Domingo del Monte del hotel Ambos Mundos (Obispo y Mercaderes). Aquí Triana expone, de manera permanente, al igual que en el recién restaurado hotel Telégrafo (Prado y Neptuno).

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