Pocos como Pepe Rafart han destacado con tanta imaginación y belleza algunos ejemplares de nuestra criolla zoología, reinterpretándola desde la orfebrería y la escultura hacia el complejo e infinito firmamento de la abstracción.
El escultor Pepe Rafart, desde sus primeras y más conocidas creaciones en orfebrería, remontadas a las décadas de los 60, 70 y 80 del pasado siglo, contribuyó a colocar la «minúscula» obra de arte en una altura antes inconcebible.

 Así como existe una escultura considerada monumental que modifica en cierto modo el espacio físico que le rodea, por lo general urbano, existe otra de menores dimensiones cuya significación cultural, no obstante, resulta similar a aquélla, con la salvedad de que apunta más bien hacia una zona íntima del ser humano, hacia las complejidades de su existencia y sus relaciones con el arte, la vida, la historia, en tanto opera sobre diversos planos de la conciencia individual con la cual el creador elabora sus formas.
De ahí, grosso modo, que haya artistas estimulados por la grandiosidad del ambiente en que nos desenvolvemos, vivimos, mientras otros persisten en una obra dada a la minuciosidad, a celebrar cada detalle de los planos y volúmenes que conforman ese universo de pequeñas cosas del mundo natural y artificial, capaces de convertirse, por obra y gracia del talento, en verdaderamente grandes.
A este último grupo pertenece, desde hace más de 30 años, el escultor Pepe Rafart, quien desde sus primeras y más conocidas creaciones en orfebrería, remontadas a las décadas de los 60, 70 y 80 del pasado siglo, contribuyó a colocar la «minúscula» obra de arte en una altura antes inconcebible.
Desde las manos, el cuello, los brazos, el pecho, este artista desafiaba la escultura cubana contemporánea al ir más allá del adorno, del goce ornamental, e internarse en terrenos hasta entonces vedados en exclusividad para comerciantes y artesanos de pura cepa.
Rafart enviaba señales a todo el universo del arte contemporáneo sin que muchos comprendieran a cabalidad el rol que aquellas piezas cumplían mediante un lenguaje sencillo, pulcro, sabiamente articulado, exaltador de giros imprevistos, dominado por la sorpresa constante y el asombro genuino, gracias, entre otras razones, al uso de materiales poco usuales entonces por nuestros artistas.
Y enviábase él, a sí mismo, aliento para desarrollar, a partir de ahí, su obra por los caminos de la escultura de pequeño formato, una vez abandonado todo vínculo inmediato con la naturaleza animal y vegetal que alimentó esa extensa zona de su vasta producción simbólica que conocemos.
Paso a paso comprendió que la afinación y temple de tanta seductora volumetría proveniente de algas, peces, caracoles, aves, piedras preciosas, cristales, maderas, metales en estado puro o ya labrado... lo conducirían al complejo e infinito firmamento de la abstracción.
Y hacia él se dirigió, una vez dominar con precisión cada material, herramienta e instrumento de trabajo, lo cual no se logra en meses ni en unos pocos años.
El tránsito fue armonioso, leve, sin sobresaltos, como no queriéndose desprender de aquellos mundos marinos y terrestres que tanta satisfacción le produjeron como creador único, singular, aislado casi de una escena artística convulsa, en su mayoría preocupada por asuntos y temas de actualidad social, cultural, económica y política.
Su labor estaba dirigida hacia otros ámbitos de la creación, allí donde los materiales se encuentran y dialogan, donde convive la armonía formal en medio de la fascinación de luces y sombras, donde la continuidad es fundadora, esencial, y la ruptura, detalle... y donde es posible reinventar el mundo si comprendemos a fondo sus desajustes y desigualdades, el caos que en muchas ocasiones lo sustenta.
 Dotado de paciencia inconmensurable, Rafart descubrió día tras día el enigma de la abstracción, cuya aparente simplicidad confunde, dado el abuso de manchas de color, planos y volúmenes que muchas veces resultan gratuitos, fáciles de solucionar lo mismo en dos que tres dimensiones. No se dirigió hacia su vertiente geométrica o constructiva, que tantas buenas obras ha producido en el mundo del arte, sino hacia una nueva que él mismo, sin darse apenas cuenta, estaba reformulando desde su pequeño taller: aquella en que predominan ciertas formas reconocibles, quizás por su analogía con otras del mundo material, decodificables tal vez a los ojos del espectador, ahora articuladas en una novedosa estructura global, en un conjunto capaz de representar, imaginar, un universo inédito, insólito.
Es una abstracción nacida en un contexto cultural poco dado al cartesianismo imperante en ciertas regiones del pensamiento, las ideas y el arte, y en la que mejor se desenvuelve una persistente voluptuosidad y sensualidad de las formas, los sonidos, los colores..., tendencia que algunos críticos e historiadores relacionan con los presupuestos del estilo conocido como barroco.
Sus elementos curvos, sus planos volumétricos, originan una concertación de formas cabalmente estructuradas en la que nada sobra, en la que nada es gratuito o está allí por pura referencia sígnica para complacer a la capacidad lujuriosa de la retina o a los gustos disímiles de los espectadores.
Es verdad, sin embargo, que tal desenvolvimiento formal devuelve al arte la fruición retiniana tan extraviada en los últimos casi 50 años, replegada ante nuevas tendencias que privilegiaron, y privilegian aún, el concepto y la idea por encima de toda expresión, toda manifestación y búsqueda de una belleza cada vez más puesta en tela de juicio.
Su formulación abstracta está ahí para hacernos gozar, de cierta manera, sin que sepamos a fondo cuál es su verdadero origen, a qué responden tantas emociones y sentimientos nacidos del entrecruzamiento y las apropiaciones de lo mejor de la Historia del Arte: es el disfrute pleno de la textura y apariencia de la madera y la plata, del mármol y la piedra preciosa, de sus infinitas conjunciones.
A ello nos entregamos con la abundancia de nuestros sentidos, igual que cuando decidimos escuchar una extraordinaria sinfonía, un cuarteto de cuerdas, un estudio de piano, una guitarra sola, liberados de prejuicios en ese territorio donde pululan las dimensiones inimaginables y los desafueros del espíritu, a sabiendas que estamos, parafraseando a nuestro José Martí, ante algunas de las más bellas formas de lo bello.
No se trata de someternos a un loable esfuerzo por comprender el significado de cada material o forma empleada, sino de entregarnos a su percepción como una experiencia inédita, dispuestos a apreciar el conjunto y cada detalle tal cual nos enfrentamos a una obra arquitectónica nacida en los esplendores del gótico o del art nouveau.  Pepe Rafart ha asumido el legado de tales tradiciones artísticas y culturales, y se ha apoyado, además, en la riqueza de una historia artesanal de larga data, no precisamente nuestra, para formular su propio lenguaje, una «gramática» muy personal que lo distingue en cualquier ámbito.
Con sólo recordar sus últimas y conocidas obras, o apreciarlas por primera vez, tales como Gala, Radula Fénix, Rex, Lux y Giant de la serie «Argenta», y la emblemática Giant, realizadas en mármol negro y plata, nos damos cuenta de la persistente búsqueda de una poética personal sin alharacas ni manifiestos arrogantes, alejada de pedantería o enfermiza fama, puesta en función de crear obras que contribuyan al enriquecimiento de la escultura cubana contemporánea y al redimensionamiento de sus expresiones individuales.
Siguiendo una línea de pensamiento muy de moda hoy en la crítica cultural, podría calificar su obra como escultura de autor –lo que a todas luces sigue siendo tautológico para cualquier expresión– o de culto, ya que cada pieza en sí está sometida a un cuidado intenso en lo formal, a una sostenida, novedosa y profunda sintaxis diferenciadora cuyos límites son imprevisibles.
Carece, por otra parte, de antecedentes en un medio como el nuestro, caracterizado más por la precariedad –pudiera decir, orfandad– de lo artesanal genuino y autóctono, y por la sobreabundancia en los últimos años de una «artesanía» sin asidero patrimonial o histórico, incapacitada para producir obras de valores perdurables.
De ahí la singularidad y ejemplaridad de este artista que nos lega, desde finales del siglo XX e inicios del XXI, un oficio que dignifica la mano maestra, la paciencia, el saber acumulado, la modestia y humildad creadoras.
Su desempeño hoy sigue estando dominado por viejas obsesiones en cuanto al uso de determinados materiales y por esas asociaciones, cada vez más alejadas quizás, con la naturaleza que nos rodea en esta isla, a pesar de la imposición de lo urbano como el hábitat presente y futuro.
Pero resulta valioso que un artista como él nos recuerde constantemente la maravilla de lo que fue y es esta tierra, los naturales tesoros que guarda y cómo éstos nos devuelven un cierto sentido de lo cubano que no necesariamente se relaciona con prendas de vestir, gestualidades, lenguaje popular, comportamiento social.
En sus esculturas, Pepe Rafart nos advierte de un espíritu nacional que en lo cultural puede alcanzar fascinación, no siempre por la vía del humor o el desenfado que se supone raigal, esencial.
Existen otras extensiones y superficies de lo cubano que él se empeña en sacar a la luz por medio de una corriente artística que muchos creerían extraña a nuestro ser: la abstracción.
Y todo parece indicar que en ella se encuentra su mejor opción, y un reto para todos aquellos empeñados en conocer a fondo nuestro ser.

Escribir un comentario


Código de seguridad
Refescar