Acerca de cómo durante la República llegó a establecerse radical diferencia entre la honradez privada y la pública a causa, fundamentalmente, de «la codicia desenfrenada de conquistadores, colonizadores, y mandones de la colonia», comenta el articulista en este ensayo histórico costumbrista.

«… honradísimos padres de familia, y con fama de honorabilidad en sus negocios particulares, el día que ocupan un cargo público, se convierten en insaciables atracadores, en redomados ladrones».

Las proyecciones criollas de ese gran relajo que fue la codicia desenfrenada de conquistadores, colonizadores, y mandones de la colonia, se han traducido en un enorme relajo: la agudísima falta de probidad de los desgobernantes y politiqueros de la República, a extremos tales que el concepto de la honradez ha sufrido entre nosotros las más estrambóticas modalidades, llegándose a establecer radical diferencia entre la honradez privada y la honradez pública, de tal modo que se puede ser en la vida privada, en el seno del hogar, en las relaciones de negocios, perfectamente decente, honrado, correcto, padre de familia ejemplar, gentleman distinguidísimo, hombre de honor intachable, y en la vida pública, por el contrario, un consumado bandolero, realizando toda clase de atracos y saqueos al tesoro nacional.
Ya la inmoralidad pública se ha convertido para los criollos en amoralidad. Los actos de los gobernantes, en el concepto popular, han dejado de ser morales o inmorales y están por encima del bien o del mal, por lo cual resulta que nuestros gobernantes disfrutan de un estado paradisíaco de amoralidad.
Se supone que antes de tomar posesión de cualquier cargo público, el dichoso poseedor del mismo, naturalmente, por su intrínseca condición de gobernante, robará; y no se duda que todo aquel que aspira a un cargo oficial, lo hace con el propósito decidido de robar.
Ergo: no espanta, ni asusta, ni indigna, ni causa extrañeza siquiera, que cualquier gobernante meta hasta el codo, y hasta el hombro, si puede, el brazo en las arcas del estado, las provincias o los municipios. Y lo que debía ser la regla —o sea la honradez— resulta la excepción. Y el fenómeno o el milagro de un gobernante honrado, siempre se pone en tela de juicio elucubrándose sobre las causas secretas, y siempre utilitarias, que lo han movido a aparecer —que no a ser en realidad— honrado. Y en último caso, se le califica de mentecato o de torpe.
No asombran tampoco, ¡qué van a asombrar!, los aprovechados discípulos de aquel José Fouché —admirablemente retratado por Stefan Zweig, maestro de la biografía contemporánea, prototipo del político, zorro y camaleón, con el alma a la espalda, intrigante y mercantilizado— que, como el famosísimo duque de Otranto, ministro de Policía de Napoleón, han hecho de la política un modus vivendi, sin más finalidad que la conquista del poder, por el poder mismo, y el continuismo en el poder a todo trance despreocupados o despreciando los clamores de la opinión pública, las necesidades y demandas del pueblo y el bienestar del país.
Y como Fouché, abundan hoy en nuestra ínsula del relajo, los políticos amorales, sin conciencia, sin ideales, sin programas, dispuestos a cambiar de amo o de bandera con tal de seguir gozando del poder o de los beneficios que el poder da, de utilizar mil leguleyescas combinaciones para defender lo perverso y lo erróneo, capaces no ya de venderse, que eso lo realizan todos los días, sino de vender su patria y el porvenir de su pueblo siempre que ellos puedan nadar en todas las situaciones políticas. La amoralidad, la audacia y el cinismo de estos Fouchés cubiches es aún mayor, si cabe, que la del extraordinario político francés, con una sola diferencia: que les falta el genio de Fouché. Casi nada… y casi todo. Estos de hoy son mediocres, caricaturescos, burdos y torpes en sus maquinaciones, mezquinos en sus ansías de poder y mando y en su ambición de riquezas, incapaces de medir sus armas con el verdadero talento. Ir viviendo, es su lema y su bandera, ir viviendo a costa del país, contra el pueblo, burlando sus clamores, desoyendo sus necesidades, explotando sus crisis, dispuestos a postrarse a los pies del primero que demuestre ser más fuerte y más audaz, y esperando siempre que, no mediante hábiles maquinaciones por ellos tejidas, como Fouché realizaba, sino por los errores de los demás, o por la casualidad y la suerte, les llegue su hora, su hora de triunfo y de poder, poder que para ellos, muy distinto a lo que era para Fouché, es no posición efectiva de su fuerza, sino ostentación, los emblemas y la investidura y, desde luego, las retribuciones correspondientes.
Existen hoy en nuestra República —repito— dos morales. Una privada y otra pública. Personas de aparente incorruptible conducta en sus relaciones familiares y sociales que si desempeñan algún puesto en oficinas privadas, no les pasa por la mente la idea de convertir el puesto en botella, ni en lucrar con el mismo a costa y perjuicio del comercio o la industria en que trabaja. 
Pero, tratándose del Estado, de la República, la cosa varía por completo, pues hay, entonces, otra moral en uso, muy distinta a aquella de que acabo de hablar. Al estado, a la república, si se le puede robar, y el robarle, no es censurable, sino al contrario, señal de inteligencia, de listeza. Así vemos, que esos honradísimos padres de familia, y con fama de honorabilidad en sus negocios particulares, el día que ocupan un cargo público, se convierten en insaciables atracadores, en redomados ladrones. Y proceden de esta manera, sin pudor alguno, a la vista de todos y haciendo aparatosa ostentación de su improvisada y mal habida riqueza. Inmediatamente corren lujoso maquinón, fabrican costosísimos chalets y casas de apartamentos, adquieren una finquita, hacen viajes principescos, y las mujeres de su familia se cargan de joyas, se visten a la última, y están de ponche de leche en tetaros, cines, clubes, cabarets…
Ante este espectáculo, no se produce en nuestra sociedad ni la protesta, ni la censura, ni el vacío en torno a esos nuevos ricos, gánsters políticos y gubernamentales. Todos les abren las puertas de su casa, los agasajan en las sociedades elegantes, les dedican la más obsequiosa de sus sonrisas y los ven pasar con admiración y con envidia:
—Ahí va Fulano. ¡Que listo es! ¡Está forrado de dinero! ¡Como ha sabido aprovecharse en su puesto!  
Esa fatal influencia del medio social sobre el individuo se hace más irresistible y aplastante si tenemos en cuenta la falta de sanción judicial y social contra los conculcadores de la voluntad popular. Sabido es por todo nuestro pueblo que a la cárcel y al presidio sólo van los delincuentes vulgares, los ladrones y homicidas de baja categoría; pero que es muy raro, rarísimo, que caigan en chirona los ladrones y homicidas de alto copete; y si no fuera posible a éstos librarse del proceso y hasta de la condena, para restituirlo al seno de la sociedad con todas las preeminencias, acatamientos y admiraciones de que gozaban, están los indultos y las amnistías.
Pero lo frecuente es que no sean necesarias estas medidas extremas de salvación para tales personajes de nuestro mundo político y gubernamental. Basta como garantía de absoluta impunidad, ser personaje influyente. Sus atracos, sus desfalcos, sus atropellos a la hacienda o a la vida de los demás, ni siquiera darán motivos a la pérdida del destino que ocupan, importa poco que las víctimas del hecho delictuoso cometido quedan desamparadas y no existe para ellas ni indemnización ni reparación algunas.
Porque así se piensa y así se siente, se tributan honores, se elevan estatuas y se rinden homenajes a hombres que de no haber sido personajes influyentes, por sus crímenes se hubieran podrido en las cárceles y el presidio. Esas consagraciones al malvado constituyen otro pernicioso mal ejemplo colectivo.
Politiqueros y desgobernantes han llegado en su perversión gansteril a adoptar procedimientos que dejan obscurecida la fama de los más célebres piratas, bandoleros y hampones.
¡Que tonto eso de atacar poblaciones costeras o vivir fuera de la ley en el monte o la sabana o asaltar bancos!
Mucho más fácil, eficaz y libre de riesgos es apoderarse de los dineros del Estado antes que estos lleguen  alas armas nacionales, o malversar en cuadrilla para que a la hora de las responsabilidades los grandes malversadores se protejan unos a otros. Y si la justicia estorba… se cambia un juez recto por otro maleable, o se nombran jueces a la medida o se hace desaparecer el cuerpo del delito, que no es el dinero robado, sino la causa criminal incoada, o no se cumple la sentencia.
«—¿Qué todo esto no puede hacerse?... ¡Pues lo estamos haciendo, señor! ¿No lo ve usted?»
Esa ausencia de noción del bien público, esa falta de probidad, esa desenfrenada codicia, son para el vulgo, como ya dije, algo tan connatural en politiqueros y desgobernantes, que se eleva a la categoría de excelente gobernante a aquel que tuvo la virtud de robar, pero dejar obras, sobre todo obras pública; de robar, pero tener manga ancha para que los demás robe; de robar, pero permitir el libre ejercicio de los derechos individuales y políticos…
Es tan nociva la influencia de este ambiente amoral sufrido por Cuba en la hora de ahora que ya es muy difícil, si no imposible, que se de aquel tipo de patricio de vida rectilínea en su actuación pública, heroico en el sobrellevar dificultades económicas, ejemplo de honestidad, respetable y respetado… que alcanzaba la ancianidad limpio de toda mácula, si débil físicamente por los achaques de la edad, fuerte moralmente, conservando hasta la hora de la muerte la plena lucidez de sus facultades mentales para resistir las acechanzas de la amoralidad imperante y dar peleas cívicas por el bien de su patria y de su pueblo…
¡Viejos gloriosos aquellos, en plena República que se llamaron Manuel Sanguily y Enrique José Varona! que pudieron decir, respaldados por su autoridad moral, el primero, seis meses antes de su deceso: «Mirando hacia atrás, cabría pensar propiamente que la república no es la derivación legítima, sino acaso la adulteración, ya que no la antítesis, de los elementos originarios creados y mantenidos por la revolución que la engendraron y constituyeron? Porque en realidad parecen dos mundos contrapuestos: el uno, minoría candorosa y heroica, todo desinterés y sacrificio; y el otro, mayoría accidental y traviesa, todo negocios y dinero»; y el segundo en ocasión memorable: «Nuestro triste pasado se ha erguido de súbito, para lazarme al rostro que en vano hemos pugnado, nos hemos esforzado, y hemos sangrado tanto. La generación de cubanos que nos precedieron y que tan grandes fueron en la hora del sacrificio, podrá mirarnos con asombro y lástima, y preguntarse estupefacta si este es el resultado de su obra, de la obra en que puso su corazón y su vida. El monstruo que pensaba haber domeñado resucita. La sierpe de la fábula vuelve a reunir los fragmentos monstruosos que los tajos del héroe habían separado. Cuba republicana parece hermana gemela de Cuba colonial».
Bien es verdad que Sanguily y Varona pudieron llegar a esa ancianidad esplendorosa después de una vida de consagración absoluta a la patria de sus adoraciones, sirviéndole siempre y jamás sirviéndose de ella; libres, mente y corazón, de las mezquinas ataduras que esclavizan a esos miserables peleles, atentos sólo a mantener falsas posiciones sociales que les permitan estafar a sus conciudadanos con una honorabilidad carnavalesca que bien saben alquilar a politiqueros y desgobernantes urgidos de exhibir algún santón en su carpa de presuntos salvadores de la patria.
Antítesis de aquellos viejos gloriosos son estos viejos sinvergüenzas, apóstoles de camouflage, ya inválidos de la vieja política marrullera y trapisondista, ya virtuosos por cobardía, mientras no se les presentó la oportunidad de dar el brinco; cortesanos exaltadores de los poderosos, a caza de las migajas del festín gubernamental: hombres fachadas, eruditos a la violeta, o pachecos tropicales.
Vigencia trágica tienen en Cuba las admonitorias palabras de un ilustre escritor hispanoamericano. El estómago, dice Federico Proaño, «es el órgano del progreso. Alienta el genio más que el amor y la gloria. Elocuente en su manera de hablar, con una sola frase mueve el perezoso, impeliéndole al trabajo y convence al más avaro de la necesidad de gastar, obligando a que los capitales entren en circulación. El estómago obra prodigios. Lo que el hombre no hace en virtud de sus exigencias, ya no lo hará por ninguna cosa del mundo. ¡Quién como el estómago!»
Efectivamente es el estómago el que guía y mueve a nuestros politiqueros y desgobernantes que encarnizadamente luchan por alcanzar el poder, para gozar a sus anchas de las delicias del presupuesto, y una vez dueños de él, a él se agarran como el macao a su caracol. El estómago les grita; necesitan tenerlo contento y satisfecho. Nada les importan el corazón y el cerebro. Los tienen anestesiados. Si la patria se pierde, poco monta. ¡Sálvense los estómagos!

(Artículo histórico costumbrista publicado en Carteles, 31(51): 83-84; 17 de diciembre de 1950)

Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.

 




 

Comentarios   

Anamari Ruiz
0 #1 Anamari Ruiz 06-09-2009 15:26
Qué lamentable actualidad tienen algunas de las cosas que aquí se refieren. Los burócratas han perjudicado mucho nuestro país, han arrinconado la intgeligencia y favorecido la mediocridad, y muchos acceden a los cargos en busca de privilegios y no con la vocación de servicio que se requiere. Pocos pagan sus culpas donde debieran y las cárceles hoy también están llenas no de delincuentes de cuello blanco, sino de rateros y ladrones vulgares.
Como dijo Rubén Martínez Villena, hace falta una carga para matar bribones.
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