De las múltiples situaciones que tienen lugar en un velorio, el cronista rememora además los orígenes, arraigo... en suelo cubano de esta costumbre, demasiado incorporada a nuestros modos de vida.

Introducida por españoles y africanos, esta costumbre se extendió bien pronto y arraigó de tal manera entre nosotros, no tan sólo en las capas inferiores de la sociedad, sino también en nuestra no muy bien definida clase media.

Es tan antigua en Cuba la costumbre de velar los cadáveres, que en las páginas de la primera de nuestras publicaciones literarias, el Papel Periódico de la Habana, y en el número correspondiente al 4 de diciembre de 1804, hay un artículo intitulado «Extracto de lo que suele acontecer en los velorios». Éstos eran verdaderas orgías, al  extremo que, encontrándose el autor del mencionado trabajo frente a una casa donde se velaba un cadáver, se le acercó uno de los amigos del muerto, a decirle:

 – usted a divertirse, que para todos hay y para más que vengan.
¿Cuál es el origen de esta costumbre y cómo nació y se arraigó entre nosotros? Fácil nos es averiguarlo.
Sabido es que los primeros españoles que pisaron tierra cubana, aquellos famosos conquistadores – ilustres antepasados– ladrones, bandidos, vagabundos y presidiarios de la peor calaña, que acompañaron a Colón en sus viajes y después poblaron esta «fermosa isla», eran en su mayoría andaluces. Pues bien, en Andalucía se encontraba entonces muy generalizada una fiesta – hoy ya sólo practica la gitanería de Granada: el Velatorio, dedicada principalmente a celebrar «la feliz subida de un angelito al cielo». Mientras los padres lloran, sus amigos y amigas bailan y cantan con loca alegría, junto al cadáver del tierno infante. Por cierto, que sobre el Velatorio, existe un cuadro del pintor español J. López Mezquita, que obtuvo primera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid, celebrada hace varios años.
Y no solamente en Andalucía, sino también en otras muchas provincias de España, existían, y aún existen, los velorios con el carácter de fiestas lírico bailables.
Pero, además de esta procedencia española, nuestros velorios tienen su origen, como indica acertadamente el doctor Fernando Ortiz en su obra Los negros brujos, en una supervivencia africana, introducida por distintos habitantes del país. Y son nuestros negros los que con más exageración han practicado y practican esta costumbre. Eróticos bailes, cánticos obscenos, música, bebidas y manjares en abundancia, acompañado todo esto de ridículas ceremonias, tal es lo que constituye, en síntesis, el velorio de la gente de color en Cuba, y principalmente de los ñáñigos.
Introducida, como dejo dicho, por españoles y africanos esta costumbre, se extendió bien pronto y arraigó de tal manera entre nosotros, no tan sólo en las capas inferiores de la sociedad, sino también en nuestra no muy bien definida clase media, que para evitar los excesos y abusos que se cometían, dictáronse en distintas épocas bandos y decretos. Numerosos escritores cubanos se han ocupado en el asunto, estudiándolo ya bajo su aspecto de mal social, ya como costumbre ridícula y digna de censura.
¿Existe hoy día en Cuba el velorio?
Sí. No podemos negar que, aunque muy restringido y algo refinado, se practica todavía en los barracones de los ingenios, en los solares y ciudadelas, en muchos juegos de ñáñigos y hasta en ciertas casas de familias de la clase media, más o menos barrioteras o picúas.
Sobre este último aspecto que ofrece hoy el velorio, ya que es el menos repugnante y el que más tiene de cómico y risible, voy a tratar ahora.
Nuestra clase media busca siempre con afán aquello que pueda proporcionarle un esparcimiento o diversión. Podría decir que esta fiebre de placeres que padece es uno de sus rasgos característicos. Y bailes, bautizos, bodas, santos, funciones teatrales, retretas, etc., no son para ella más que un motivo o pretexto para pasar el rato alegremente.
Y esa ansia desordenada y loca que siente por las diversiones llega al extremo de no respetar siquiera la muerte de un semejante, convirtiendo la cámara mortuoria, sitio consagrado al recogimiento y al dolor, en salón de fiestas más o menos bailables.
Apenas ha fallecido el enfermo, y sin haber tenido aún sus familiares tiempo de enjugar las lágrimas derramadas ante el hecho del que acaba de pasar a mejor? o peor vida, y cuando todavía no se han ocupado de avisar a la agencia mortuoria, se empieza a preparar ya en la casa todo lo relacionado con el velorio.
En ese sentido, las primeras medidas que se toman son: avisar a los parientes y amigos, pedir prestados en la vecindad sillas, platos, tazas y cubiertos para el buffet que ha de servirse a media noche, y mandar a la bodega por café, galletas, chocolate, queso, jamón, vino y otras chucherías.
Mientras tanto, la noticia se ha esparcido rápidamente por la vecindad. Jóvenes y viejos, al encontrarse en la calle, se preguntan enseguida:
–¿No vas al velorio esta noche?
A eso de las nueve empiezan a llegar los invitados. Entran en la casa muy serios; la tristeza más profunda reflejada en el rostro; a simple vista parecen intensamente adoloridos por la desgracia ocurrida.
Después de saludar compungidos a los familiares del extinto, y enumerar y ponderar las virtudes de éste, comienzan a hablar sobre temas adecuados al acto: muertes, enfermedades, desgracias de todas clases y hasta catástrofes. Las viejas, sobre todo, son las que hacen el gasto, enterando a la concurrencia de sus males y padecimientos y sacando a relucir –¿cómo no?– lo que cambean los tiempos y cuán dignas de censura son las costumbres actuales comparadas con las de su época.
Pero, ya a eso de las diez, empieza a animarse un poco la reunión. Se forman grupos. Los señores maduros discuten acaloradamente de política o de negocios. Las señoras, en una de las habitaciones interiores, y mientras se arreglan el pelo y empolvan un poco, hablan de trapos y chismografía social. Los jóvenes no comprometidos han procurado separar su compañera para esa noche. Y ¡cuántas relaciones y noviazgos, y a veces hasta bodas, salen de los velorios! Tal parece que la presencia de un cadáver, lejos de infundir ideas tristes y disolventes, despierta ansias de vida y deseos de multiplicar la especie. Una muchacha se desmaya. Los novios se refugian en los rincones a pelar la pava, y allí, muy pegaditos y acaramelados, se dicen toda esa serie de boberías y hacen toda esa serie de ridiculeces que nos hemos dichos y que hemos hecho, y que nos seguiremos diciendo y seguiremos haciendo, por los siglos de los siglos, hombres y mujeres. Se van entusiasmando por grados, estréchanse las manos disimuladamente, y, cuando creen que no hay espectadores inoportunos, se unen también los labios y suena un beso. No os asustéis. ¡Es la vida y el amor que pasan junto a la muerte!
Pero ha llegado la hora del buffet. El comedor se ve concurridísimo; y entre sorbo y sorbo, y bocado a bocado, se hacen chistes, se tiran bolitas de pan, y hasta algún atrevido se permite pellizcar por debajo de la mesa a su compañera, que protesta, aparentando que se ha enfadado? A lo mejor, el chocolate está algo viejo, o la leche quemada, o el vino no es de buena calidad, y entonces las censuras y las críticas contra los dueños de la casa, son acerbas y despiadadas:
–¡Miren que invitarlo a uno a pasar una mala noche y dejarlo casi sin probar bocado! ¡Qué familia!
Terminado el refrigerio, se puede ya hablar en voz alta, sin temor alguno; las risas se transforman a veces en mal reprimidas carcajadas; se cuentan historias de color más o menos subido; se juega a las prendas; se hacen maldades a los que les ha sido imposible dominar el sueño.
Interminable sería este artículo si fuera a enumerar los variados y cómicos incidentes que ocurren en los velorios.
Recuerdo que en cierta ocasión asistí al de una pobre muchacha llamada Charito. Hermosa, llena de vida, en plena juventud, su muerte produjo pesar inmenso, no tan sólo a sus familiares, sino a todos aquellos que la conocían, como lo demostró la gran cantidad de flores y coronas que le enviaron parientes y amigos. Una tía de la difunta, que adoraba a su sobrina, encargó una hermosísima corona de flores naturales, con su gran lazo blanco y una expresiva dedicatoria. Al llegar la corona, quiso ella misma colocarla sobre la caja; pero de repente la vimos palidecer, e indignada arrojar la corona al suelo. En la cinta habían puesto esta inscripción: «A mi adorada Chelito». Hacía entonces furor en la Habana la aplaudida cupletista de ese nombre...
En otro velorio, en el momento de traer la caja que había de guardar los tristes despojos de un respetable señor, uno de sus hijos, dirigiéndose a otro amigo y a mí, nos preguntó:
–¿No les parece a ustedes que la caja tiene un olor especial, como a brea o a pintura?

–í, eso debe ser el paño con que está forrado, contestó el amigo.

Pero volviéndose a mí, me dijo al oído:

– que huele mal son mis zapatos, que eran amarillos y para poder venir esta noche al velorio, pues no tenía otros, los pinté de negro.

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Pero, ¿a qué seguir enumerando todos y cada uno de los atractivos y diversiones que ofrecen los velorios? Tarea imposible sería ésta.
En los velorios, como dice el cantar, «nunca falta el jolgorio», pues aun en el caso de que el entusiasmo decaiga, ahí está para impedirlo un tipo que nunca se echa de menos en estas fiestas, a las que concurre aunque no lo conviden ni conozca mucho a la familia del muerto, y cuya única misión es animar con sus chistes, sus cuentos y sus gracias, el acto.
– comprendo – decía en cierta ocasión uno de esos personajes, que estos actos son tristes, pero hay que alegrar algo a la concurrencia para que no se duerma. Eso sí sería horrible. Y yo tengo la gloria de poder decir que en ninguno de los velorios a que he asistido, ha faltado animación. Por eso me solicitan siempre y halagan tanto. Además, mi práctica me hace conocer perfectamente todas las ceremonias de estos actos. Yo soy en ellos, terminó, una especie de maestro de ceremonias.

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Pero... ha empezado ya a despuntar el día. Los invitados deben retirarse para poder asistir, horas después, al entierro. La casa va quedándose desierta, abandonada. El muerto no, porque siempre lo estuvo, que nunca mejor que en estos casos puede exclamarse con el poeta:

¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!

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