Sobre las bolas, y sobre cómo «el criollo vivo, de rápida comprensión para darse cuenta de la verdad sobre hombres y cosas, choteador, no sólo utiliza la bola en forma de hecho inventado o propagado, sino también en otras interesantísimas y a veces geniales modalidades».
Las bolas no pueden ser calificadas de falsedades o de mentiras, sino más bien de premoniciones.

Las bolas han constituido, entre nosotros, la actualidad palpitante de todas las épocas. Como la botella, la bola es una de las más sagradas instituciones de esa cuerda floja en que viven y se desenvuelven, en perenne equilibrio inestable, nuestros políticos y gobernantes.
 Hace varias semanas el compañero redactor de las Carteleras recogía en una nota, irónicamente aguda, la queja expresada por nuestro actual Gobierno contra la abundancia y volumen de las bolas que a diario se corrían acerca, precisamente, del quejoso Gobierno. ¡Cómo serían esas bolas que merecieron la beligerancia del Consejo de Secretarios, oficiosamente manifestada en una nota a la Prensa! Y, como ha ocurrido siempre, el Gobierno adjetivaba duramente a los propagadores de bolas: «falta de patriotismo absoluta… carencia total de sentido, de responsabilidad sin límites…» Pero el redactor de las Carteleras supo encontrar en las mismas declaraciones oficiosas del Consejo de Secretarios la causa y razón, la lógica, de esas bolas, pues aquél, ingenuamente, confesaba que «la gran masa del pueblo se encuentra carente de información fidedigna». Y devolvía, así, las bolas al Consejo que de ellas protestaba: las bolas corren, por esa carencia de información fidedigna de la que son culpables «los señores, vulgo gobernantes, que creen que las cuestiones públicas son de su exclusiva y particular propiedad, y que, por otra parte, ni siquiera se dignan inventar la razón plausible que explique lo que demanda explicación. Pero, a confesión de parte, relevo de pruebas».
Hoy es la Cámara de Representantes la que se revuelve airada contra «los difamadores del Congreso» (léase bolistas o boleros), y acuerda seguir contra ellos procedimiento criminal ante los tribunales de Justicia.
Las bolas, aunque se remontan a los primeros tiempos de la historia, apenas los hombres se reunieron y organizaron en comunidades, por rudimentarias que éstas fueran, lograron su apogeo en los finales del siglo XVII y durante todo el siglo XVIII. Ya en esas épocas el público se interesaba cálidamente por los acontecimientos públicos, y a falta de noticias fidedignas divulgadas por la Prensa informativa –que no existía en esos tiempos– se reunía en parques, plazas, jardines o en los centros de conspiración, a recibir, cambiar y… aumentar las noticias adquiridas directamente o por trasmano.
Fueron famosas en el siglo XVIII, durante el régimen monárquico, las reuniones en los jardines de las Tullerías, del Palais Royal y del Luxemburgo, de los noticieros, que según un cronista se congregaban en número mayor de quince mil con objeto de enterarse de las novedades de la ciudad. De las noticias circuladas, puede asegurarse que un noventa por ciento eran bolas. Pero el pueblo ávido de noticias, no daba importancia a la certeza o falsedad de las mismas: lo que deseaba era tener alguna información, cualquiera que ésta fuera, de lo que en la corte ocurría, de las intrigas de los cortesanos, de la buena o mala cara del rey y sus ministros, de quiénes gozaban del favor real o habían caído en desgracia del monarca.
Si hoy, y en nuestra ínsula, es moneda corriente ser atacado en la calle con esta demanda: «!Dame una noticia aunque sea mentira!»; «!Méteme una bola, pero que sea bien grande!», que no pedirían los noticieros parisienses del siglo XVIII!
Montesquieu, que aborrecía a los noticieros, nos ha dejado esta pintura de las reuniones de los mismos en los jardines de Paris:
«Es ésta una nación que se reúne en un magnífico jardín, y en él su ociosidad encuentra siempre ocupación. Son estos ciudadanos inútiles del Estado, y sus discursos de cincuenta años no han surtido mejor efecto que el que hubiese podido producir un silencio tan prolongado. Sin embargo, se creen considerables porque se ocupan de proyecto magníficos y porque tratan de grandes intereses».
Pero estos noticieros, precursores de los criollos que inventan y propagan las bolas, no fueron tan inútiles al Estado como Montesquieu los consideraba porque su influencia se dejó sentir en los acontecimientos de que, años después, fue teatro la capital de Francia, y, además crearon con sus ataques y sus burlas a los hombres públicos, a la corte y al propio monarca, el derecho popular a la censura en todo aquello que pudiera ser de interés para la gran masa de los entonces súbditos y siervos, e hicieron perder al pueblo la vieja veneración y el tradicional respeto por sus monarcas de origen divino. Y poco a poco, de la burla se pasó al derrocamiento, a la prisión, a la guillotina.
En los finales del régimen monárquico, en el jardín de Luxemburgo tenían lugar acalorados debates políticos y literarios entre los intelectuales noveles. Pero a veces no faltaban historiadores, filósofos, literatos, cuyos nombres han llegado hasta nuestros aureolados por la fama. «Voltaire –dice Francisco Ginestal en un interesante estudio sobre los predecesores del periodismo– iba a inspirarse allí, y por él paseaba también, soñador y fantástico, Diderot, con una levita derrengada en el lado izquierdo y sus medias de lana negra zurcidas con hilo blanco. Y Rousseau buscaba también allí la soledad que calmase su hipocondría».
Como se ve los propagadores criollos de bolas pueden sentirse orgullosos de sus ilustres antecesores.
Es necesario tener para ellos un poco de tolerancia, porque si bien se examina no es tanto el daño que ocasionan y no son, tampoco, culpables en el grado extremo de que los acusan el Consejo de Secretarios y la Cámara de Representantes.
Las bolas no pueden ser calificadas de falsedades o de mentiras, sino más bien de premoniciones. Aunque lo que se corra no haya ocurrido, ni ocurra, con seguridad es algo que lógicamente debía ocurrir. Puede que no sea verdad, pero merece serlo. El inventor de una bola sabe que está operando, a veces, con hechos irreales, pero no es un mentiroso, ni un farsante; es un lógico que construye su silogismo con premisas perfectamente ciertas, porque constituyen hechos comprobados, y de esas premisas, o sea de esos hechos, saca la conclusión que de los mismos se infiere. Esa conclusión es la bola. El inventor de esa bola no tiene la culpa de que en el contrasentido de la vida criolla, no se produzca la conclusión del silogismo, a pesar de la indiscutible verdad de las premisas.
Además, si en tiempos en que era costumbre que los monarcas y hombres de Estado tuviesen al pueblo en completa ignorancia de los asuntos públicos, existieron, como hemos visto, las bolas, ¿cómo no van a inventarse y correrse hoy en que el pueblo tiene el derecho, por lo menos en la letra de Constituciones y leyes, de fiscalizar la actuación de los gobernantes y la marcha de los negocios públicos?
En épocas en que los gobernantes siguen la política de techos de cristal y puertas abiertas, la bola no se produce; pero necesaria, forzosamente, tiene que surgir cuando se gobierna en secreto, por camarillas y para las camarillas; o si los gobernantes no cumplen con su deber ni llenan a satisfacción el papel que les está encomendado, y también cuando el pueblo se da cuenta perfecta y clara, de que aquellos no son los que son ni están donde están.
El criollo vivo, de rápida comprensión para darse cuenta de la verdad sobre hombres y cosas, choteador, no sólo utiliza la bola en forma de hecho inventado o propagado, sino también en otras interesantísimas y a veces geniales modalidades: en la caricatura de un personaje, en la anécdota que sirve para definir y precisar maravillosamente la verdadera posición política o gubernamental de un funcionario, en la frase atribuida al político o al gobernante y reveladora de su idiosincrasia…
El inventor y propagador de bolas tiene campo abierto y libre para desenvolver sus actividades, pues es muy raro que se vea interrumpido o castigado en su trabajo por la represión oficial, como les ocurre a los periodistas, oradores y escritores. Opera en la sombra, lejos del alcance de la censura gubernativa.
Pero si el inventor de bolas puede considerarse asegurado contra todo riesgo por su invento, no disfruta, en cambio, de la gloria por la paternidad de sus bolas. Éstas se propagan y se celebran, se reciben los aplausos y aclamaciones del pueblo y de los técnicos en bolas sin que el nombre del autor sea conocido, divulgado y glorificado.
Por último, no es raro que el inventor de bolas se vea envuelto en la bola por él inventada. El ya citado Francisco Ginestal refiere el caso ocurrido al director del Mercurio de Francia, M. Donneau de Vizé, quien para quitarse de encima a un impertinente averiguador de noticias, le metió la bola de que la reina acababa de tener un hijo. La bola corrió de corrillo en corrillo, divulgándose por todo Paris, y M. Donneau de Vizé, al llegar a su casa, fue recibido por su esposa con la noticia, «directa de Palacio», de que la reina había dado a luz. Y M. Donneau de Vizé… ¡se tragó su propia bola!, no desengañándose de ella hasta que en Palacio le confirmaron que la reina no había tenido sucesión.
¡Cuántos entre nosotros se han tragado las bolas por ellos inventadas!
Hay, también, quien inventa las bolas, con la esperanza de que se conviertan en realidad; otros las aumentan, para no ser menos que el inventor; algunos se declaran testigos presenciales del hecho referido en bola; y no faltan, por último, quienes, criollos vivos, inventan una bola que les favorece, conviene o apetecen, para ver si de carambola se les cuela la bola, y se endilgan alguna Secretaría o cualquier otro cargo al que aspiran y en el que piensan redondearse, que al fin de bolas se trata.
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.

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