Ante la necesidad de «registrar hoy la desaparición de tipos, cosas y costumbres que existieron entre nosotros durante los últimos años coloniales y primeros republicanos», el articulista se refiere a los tan usados sombreros de copa o bombas y a las levitas cruzadas.
«(…) la levita cruzada era el complemento diurno indispensable de la bomba, como el carruaje era el complemento callejero de aquéllas».

 En un ensayo que, con el título de «Apuntes para un estudio sobre la evolución de las costumbres cubanas públicas y privadas», publiqué el año 1932, sostuve que el investigador de nuestras costumbres, a través del análisis y estudio de historias, novelas, artículos, comedias, trabajos políticos y periódicos, descubre un fenómeno que observa y confirma siglo tras siglo durante la época colonial y encuentra ratificado, después, en la era republicana: que una vez constituida, aún en su forma más rudimentaria, la sociedad cubana, esas sus costumbres públicas y privadas no presentan desde entonces hasta nuestros días y observándolas desde luego panorámicamente, transformaciones fundamentales perceptibles, aceptados los cambios que en lo externo, por los usos, modas, inventos y descubrimientos, necesariamente sufre cualquier sociedad del mundo occidental civilizado.
Ello no obstante, y por las excepciones que apareen indicadas al final del párrafo, es necesario registrar hoy la desaparición de tipos, cosas y costumbres que existieron entre nosotros durante los últimos años coloniales y primeros republicanos.
Así, en los días presentes es imposible o muy difícil y raro encontrar por calles y plazas, bohíos y palacios, esos pintorescos artefactos que se denominaban sombreros de copa, levitas cruzadas, montecarlos, paraguas, maillots, etc.; o tipos tan interesantes como los novios de ventana, los novios de sillones, los picarazados de viruelas, los Zacatecas, etc.; o costumbres tan divertidas como los lances de honor, los bautizos, el luto, la ópera, etc.
En ésta y otras habladurías trataremos de explicar el cómo y por qué de esas y otras lamentables, aunque no misteriosas, desapariciones.

Sombreros de copa o bombas
Si en los tiempos del quitrín y la volantazo se concebía un médico, celoso de su buen nombre y fama científica, sin bomba, este decorativo adminículo quedó consagrado a ornamentar las testas más o menos huecas por dentro y peludas o pelonas por fuera, de todos aquellos personajes, personas y personillas que se veían obligados a asistir a actos tan solemnes como un entierro, una boda, una función de ópera o alguna recepción oficial. Solemnidad y bomba llegaron a ser una y la misma cosa, al extremo de que muchas veces no se llevaba la bomba porque el acto fuera en realidad solemne, sino que era la bomba la que le daba aparente solemnidad al acto.
Es impresionante el espectáculo o paisaje que nos ofrecen las fotografías de cualquiera de los actos arriba mencionados, tomadas por Gómez de la Carrera o algunos otros fotógrafos de diarios y revistas en los albores de la República: más que personas, se contemplan bombas y levitas cruzadas (de éstas hablaremos enseguida); bombas imponentes de todos tamaños, que parecen en ocasiones, cuando de hombres pequeños de estatura se trata, aplastar a sus poseedores no sólo bajo el peso material de ese artefacto y bajo el calor espantoso que su uso producía, sino también, y principalmente, por la gravedad, por la solemnidad que la bomba daba a su dueño y al acto a que, de bomba, se concurría.
Entre los actos más obligatoriamente bombeados figuraban en primera línea los entierros. Desde que por la papeleta repartida a domicilio o por el anuncio en los periódicos o por recado verbal, nos enterábamos del fallecimiento de algún amigo o conocido, y nos disponíamos a asistir a su entierro, la primera medida que tomábamos era preparar la bomba, porque sin bomba no había entierro, sin bomba y levita cruzada. Esta forzosa y complicada indumentaria o disfraz para asistir a los entierros, nos obligaba a perder en ellos toda la mañana o toda la tarde, pues teníamos que prepararnos con tiempo, y, ya empaquetados con la bomba y la levita cruzada, no podíamos, después del entierro, volver tranquilamente, como hoy, a nuestro trabajo habitual, sino que era necesario regresar a nuestra casa para desvestirnos y descansar del estropeo que nos ocasionaba el peso agobiante, en lo material, en lo caluroso y en lo solemne, de la bomba y la levita cruzada.
Lo mismo ocurría en los casos de ceremonias oficiales o sociales: colocaciones de primeras piedras de edificios o monumentos, rememoraciones patrióticas, bodas, banquetes, etc.
La bomba requería el uso del carruaje, pues no era correcto ir de bomba en el urbano (antiguo tranvía de caballo) o en las guaguas de Estanillo, o mucho menos, «a pie y caminando», pues el que se atreviese a salir de bomba utilizando cualquiera de estos vulgares medios de locomoción, estaba expuesto a que los mataperros le acribillasen con desaforados gritos de «¡bomba!», «¡el de la bomba, que se la quite, que se la ponga!», «acompañados de sonoras trompetillas y también de su pelota de fango, de esas prodigiosas pelotas de fango, de que tan abundante provisión habían siempre antaño, en las calles habaneras y que poseían la virtud de manchar de negro los trajes blancos y de blanco los trajes negros.
El carruaje propio para quien usaba bomba, no era cualquier vulgar pesetero, sino un coche de lujo, alquilado por horas o por todo el acto ceremonioso, en alguno de los muchos establos que poseía La Habana. Este coche requería su correspondiente cochero, de bomba también, de manera que eran dos las bombas que asistían al acto oficial o social, dándole así al mismo doble solemnidad, o doble bomba.
Poco a poco las bombas fueron desapareciendo del escenario habanero, quedando hoy relegadas exclusivamente a los besalamanos presidenciales el día de Año Nuevo, a la toma de posesión del Presidente de la República, a la presentación de credenciales de los ministros extranjeros y a alguna boda de excepcional ringorrango. Pero aún en muchos de estos actos, aunque se use el chaqué (sucesor de la levita cruzada) o el frac, muchos son los que no usan bomba, sino pajilla, jipijapa, hongo, y no faltan los que, siguiendo la modernísima y revolucionaria moda de los sin sombrero, van con la chola al aire.
No puedo terminar estas líneas sobre la desaparición del sombrero de copa o bomba, sin dedicarle un saludo, que envuelve un homenaje, al único habanero que, con fantasma de otros tiempos, conserva, de día, de noche, a todas horas, su bomba y su levita cruzada: el doctor Ramón Echevarría. Su gesto heroico bien merece ser recompensado por nuestros gobernantes, ya levantándole en algún lugar de «La Habana de intramuros»una estatua, ya concediéndole la orden de Carlos Manuel de Céspedes o la Medalla de la Ciudad de La Habana».

Levitas cruzadas
Como ya dije la levita cruzada era el complemento diurno indispensable de la bomba, como el carruaje era el complemento callejero de aquéllas.
La levita cruzada auxiliaba a la bomba en su poder sofocante, aplastante y solemne.
Las había más o menos cruzadas o más o menos largas; algunas tan cruzadas que convertían a quien las usaba en un «tamal con luto»; y otras tan largas que hacían el papel de abrigos o de sotanas.
Todas las necesidades y dificultades que la bomba ocasionaba, son aplicables a las levitas cruzadas.
Antes que la bomba, fue decayendo el uso de la levita cruzada, sustituida hoy totalmente por el chaqué, que viene a ser una levita cruzada para la que no alcanzó la tela, o a la que se le han dado varios cortes a fin de airear por delante el cuerpo de quien la usa.
Si todavía se ven bombas en los actos oficiales o sociales que ya he mencionado, en cambio, sólo existe una levita cruzada en nuestra capital: la ya citada del doctor Echevarría.
Si tratásemos de buscar la causa y razón del abandono por los cubanos de bombas y levitas cruzadas, tal vez la encontrásemos en la preponderancia extraordinaria que ha adquirido en estos últimos tiempos el nudismo. La bomba y la levita cruzada son las antítesis del nudismo. De la bomba hemos saltado al sin sombrero; de la levita cruzada al riqui-riqui.
La levita cruzada era el colmo de la vestimenta, pues además de lo que ella en sí cubría, completaban su poder envolvente del cuerpo humano, el chaleco, la camisa de cuello alto y duro y la corbata de plastrón, con su inevitable alfiler de perla, más o menos falso, o herradura de brillantes dudosamente legítimos.
Todavía, allá por los años de 1909 a 1910, como un esfuerzo desesperado de reanimación que hizo la levita cruzada antes de desaparecer, estuvieron de moda unos sacos larguísimos, que casi llegaban a la rodilla. Los elegantes de entonces, con Miguel Mariano a la cabeza, «el primer joven de la República», por el hecho de ocupar su padre, el General José Miguel Gómez, la Presidencia, extremaban la nota de largura del saco. Estos sacos largos, larguísimos, hacían pendant con unos sombreros de pajilla de copa muy baja y enormes alas, casi unos quitasoles chatos.
De los complementos de la levita cruzada, ni el chaleco, ni el cuello alto y duro, ni la corbata de plastrón, existen ya, constituyendo todos ellos, con la propia levita cruzada y la bomba, objetos de museo o motivos para que los costumbristas emborronen cuartillas, tal como lo acaba de hacer este Curioso Parlanchín, que de ustedes se despide hasta la próxima semana, en que continuará tratando de otros tipos, cosas y costumbres criollos ya desparecidos.

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