Idolatrada hasta el paroxismo por el público parisino, esta espectacular vedette también actuó en La Habana, y aunque no todas sus estancias aquí fueron felices, ello no impidió que profesara un sincero cariño por la Isla y su música.
Debieron transcurrir dos décadas para que la gran vedette visitara Cuba, adonde arribó en 1950. Luego de esa primera estancia, que transcurrió de manera exitosa, volvería en dos ocasiones más antes de 1959.

 En 1931, a sólo seis años del debut de Joséphine Baker en París, la revista Social ofrecía —en exclusiva a los lectores cubanos— un artículo periodístico sobre la diva afronorteamericana, del escritor Alejo Carpentier, un gran conocedor de la música en todas sus variantes.
Precisamente, en el número correspondiente a diciembre de 1931, se publica esa crónica que su autor —colaborador en la capital francesa— titularía: «Moisés Simons y el piano Luis XV de Josephine Baker», y que revela los nexos existentes entre la vedette y la música cubana, en especial con el creador de la popular pieza musical El manisero.
Ilustrado con una fotografía, autografiada por la «Diosa de ébano» para la revista, el texto evoca la velada celebrada durante una visita de Simons a la residencia de Joséphine en la villa Beau Chéne, en el Vesinec.
«... Es tiempo de apurar una taza de café y encender un tabaco de Cuba, y Simons es obligado a atacar, en el piano Luis XV, las primeras notas de una rumba... San Bongó y Santa Maraca asoman el rostro entre dos nubles mofletudas. Los ritmos criollos se apoderan del ambiente.
»-¡Cei sii jioliü! ¡Cei sii jioliü !, exclama sin cesar Josephine. ¡Quién no bailaría con una música así! ¡Eso sí que puede llamarse ritmo...!
»Y para ayudar la palabra con el gesto, mientras la mano izquierda de Simons produce implacables bajos de tambor ñáñigo, la actriz comienza a improvisar una danza capaz de aterrorizar a las pastoras y comediantes de Watteau...»
El 2 de octubre de 1925, había sido la primera presentación de Joséphine Baker en París. Esta mujer de brillante piel morena, fulgurantes cabellos negros, chispeantes ojos y atrevido contoneo había cautivado a la mayoría de los parisinos ante los cuales actuó. Apenas unos cuantos se sintieron disgustados...
Su osadía, novedad, buen humor y atributos físicos de negra norteamericana, la convirtieron en el icono de la era del jazz y del naciente estilo art deco, tan influido por lo africano.
Al igual que el arte chino había incidido en los pintores y diseñadores del siglo XIX, los ritmos palpitantes, la paleta fauve y los repetitivos diseños geométricos del continente africano, se difundieron vertiginosamente en el mundo de la moda durante el período que separó las dos grandes guerras, en la centuria pasada.
El estilo penetró la moda, la gráfica y la arquitectura, en tanto el jazz, su versión musical, reverberó en los exóticos apartamentos de sus sofisticados devotos. El art deco está especialmente bien representado en el patrimonio edificado de La Habana.
La fascinación de Europa por la cultura negra —tanto en la pintura como en la música— aumentaba gradualmente. Por ejemplo, en 1917, la primera banda de jazz actuó en París, donde ocho años después se sucedieron al unísono dos importantes acontecimientos: la exposición Arts Décoratives, por una parte, y, por la otra, el debut de Joséphine Baker con la Revue Nègre en el teatro Champs-Elysées.
París estaba extasiado. El crítico André Levinson escribió acerca de la actuación de Joséphine: «Parece ordenar al hechizado tamborilero, al saxofonista que se inclina amorosamente hacia ella con el vibrante lenguaje de los blues, en el que el insistente martilleo que resquebraja el oído se acentúa con las más inesperadas síncopas. En medio del aire, sílaba a sílaba, los ejecutantes del jazz se asen al fantástico monólogo de este cuerpo enajenado. La danza crea la música. ¡Y qué danza!...el breve pas de deux sauvage del final alcanza las alturas con bestialidad soberbia e indómita».
El encantamiento provocado por Joséphine sobre la ciudad fue recíproco. Ella también se sintió conmovida ante aquella urbe. De eso dan fe —por ejemplo— las declaraciones que le hiciera al propio Carpentier, en una entrevista para la edición de la revista Carteles, correspondiente a agosto de 1935. Entonces le expresó su asombro y placer ante la manera de comportarse los parisinos: «¡Tanta alegría por las calles, tanta gente besándose! Aquello resultaba extraordinario para mí, porque en América cuando las personas se besa en las calles, las meten en la cárcel».
Carpentier había sido director de los estudios Fonoric de París, dedicado a grabaciones musicales y programas de radio. Quien años después llegaría a ser uno de los más eruditos musicólogos del continente americano, ya en esa época conocía a cabalidad el medio donde se movía aquella mujer, la primera artista que —según revela— conociera al llegar a París: Miss para sus amigos, para sus compañeros, para sus músicos... pero algo más que «La Platanitos», como le llamaban en el mundo del espectáculo.
«En ella se reúnen las cualidades esenciales que hacen a los verdaderos grandes artistas: facultades innatas, voluntad de trabajo, conocimientos técnicos, disciplina física, severidad en la autocrítica, sencillez e inteligencia...», escribió. De simple amigo y admirador de esta mujer, Carpentier había pasado a la condición de colaborador: planeó, dirigió y «puso en ondas» los dos últimos festivales por radio que ofreciera José phine; el primero, en Poste Parisien, y el segundo, en Radio Luxemburgo, la estación más potente de Europa en ese momento.
Para entonces, pocos recordaban en París que Joséphine Baker había nacido en un barrio pobre de Saint Louis, Missouri, Estados Unidos, el 3 de junio de 1906. La madre descendía de indios apalaches y negros esclavos de Carolina del Sur, en tanto el padre tenía sangre española y africana.
Dada la difícil situación económica de la familia, la pequeña Joséphine asistió a la escuela por poco tiempo. Incluso, ella y sus hermanos se vieron obligados a buscar alimentos entre los desechos de los mercados, además de vender el carbón que recogían en terrenos pertenecientes a los ferrocarriles.
 Antes de los 15 años, abandonó su ciudad natal para enrolarse en un grupo de baile. Sus primeras apariciones en el escenario, fueron en el New York Music Hall y en el Plantation Club, en el barrio negro de Harlem.
A pesar de que esas actuaciones iniciales estaban enmarcadas en una especie de danza cómica, tipo parodia, que subvaloraba la identidad afronorteamericana, la joven Joséphine mostraba su calidad de estrella.
«No sé de dónde la sacó», señaló en una ocasión la cantante negra norteamericana Elisabeth Welch, «porque sus antecedentes humildes son conocidos; sin embargo, desde el principio era elegante. Tenía un abrigo de piel de foca negra, no sé si era o no real, pero cuando se lo ponía parecía real. Tomaba un retazo de seda y lo enrollaba en su cabeza e incluso así, lucía como una emperatriz oriental».
En 1922, Joséphine se unió al elenco de Shuffle Along, primer musical de negros norteamericanos en su país, que había servido el año anterior para el debut profesional en las tablas, del mítico Paul Robeson (1898-1976).
En la primavera de 1925, ella estaba entre los artistas que, tras ensayar durante todo el viaje a través del Atlántico, actuarían en la Revue Nègre de París.
Al finalizar su participación en esta revista, Joséphine desempeñó un papel protagónico en el teatro Folies Bergère, siendo la única negra en el elenco. Fue a partir de esta presentación que ella se convirtió en «La Platanitos».
Mientras trabajaba en el Folies Bergère, Joséphine inauguró su propio nightclub, el Chez Joséphine, en la calle Fontaine. Después de actuar en el Folies, llegaba allí acompañada de su doncella y uno o dos animales exóticos. En este sitio inició la transformación de su imagen, en lo que su amigo André Rivollet describió como «su roucoulement fantasmagorique, o sea, su arrullo fantasmagórico, en una manera vocal muy personal: un collage auditivo único en el estilo de la ópera ligera sobre un fondo musical de jazz vívido».
En la primavera de 1928, una recién sofisticada Joséphine inició una gira durante la cual cantaría por primera vez en francés. Aparte de su voluminoso equipaje, de 196 pares de zapatos, 137 piezas de vestuario para teatro, pieles mixtas, innumerables vestidos y 64 kilos de polvos de tocador, llevaba sus perros Fifi y Bebé.
En el periódico Paris Soir, Paul Reboux publicó una nostálgica despedida a aquella primera Joséphine:
«Ahí estás, preparándote para conquistar el mundo. Creo que para ti será fácil pero, mientras te aplaudan los extranjeros, recuerda que París nutrió tu fantástica gloria vigorosa y descubrió que aquella pequeña y desconocida bailarina, era realmente la gran artista en la que te has convertido».
Después de actuar en toda Europa, Joséphine viajó a Argentina, Brasil, Chile y Uruguay. Cuando apareció en Buenos Aires le obsequiaron tres pequeños cocodrilos, regalo que agradeció cantando tres tangos.
En diciembre de 1934, protagonizó el reestreno de la ópera cómica de Jacques Offenbach (1819-80) La Criolla. Sus actuaciones fueron ovacionadas por todo París. A propósito, en el mismo trabajo citado en Carteles, de agosto de 1935, Carpentier recuerda que esta opereta le costó a ella un año de trabajo: «Dese-chando contratos, renunciando a tour-nées ventajosas, quiso demostrar que era perfectamente capaz de cantar las 300 páginas de una partitura escrita para la Judic, cantante de escuela italiana que enloqueció al París del Segundo Imperio. La Criolla de la Judic se mantuvo 20 días en el cartel, la de Joséphine anda ya por 200 representaciones consecutivas...»
«Es adorable», escribió por su parte el compositor Henri Sauget, «su canto, actuación y danza se ajustan al estilo de Offenbach... cada una de sus apariciones es un milagro de fina gracia y tacto. Éste es su debut en la opereta, es deslumbrante, simplemente no existe nadie en estos momentos que posea tal brillantez, espontaneidad y encanto único...»
Con esta presentación, Joséphine consiguió despojarse de su anterior identidad de salvaje erótica ataviada con plátanos.
El éxtasis y la adoración que saludaban sus actuaciones en Francia en nada se pareció a la recepción que le dieron sus compatriotas. Durante su primera gira por América del Norte, fue calumniada por la crítica. La revista Time trató de desvirtuar esa imagen triunfal: «Joséphine Baker es hija de una lavandera de St. Louis que pasó de un espectáculo paródico negro a una vida de adulación y lujos en París durante el esplendor de la década del 20. Para los saciados europeos que aman el jazz, una mujerzuela negra posee mayores ventajas en cuanto a atracción sexual se refiere».
Tales señalamientos ofensivos se exacerbaron durante su gira por Estados Unidos, donde la administración de un hotel en el que reservó una habitación, se negó a alojarla pues no deseaba molestar a sus huéspedes blancos.
El Chicago Defender, por su parte, respondió con una carta a los editores de la Times: «Estamos renuentes a creer que el editor y los editores-jefes de Time vivan en tan bajo y degradado canal mental. Preferimos, por respeto a la caridad, creer que Time desafortunadamente seleccionó a un miembro de su personal cuya idea de la decencia periodística encuentra asociación propia y justa en las cloacas... la vil palabra “mujerzuela” no pertenece al vocabulario de los caballeros cultos... El simple hecho de utilizar tal palabra para referirse a una mujer tiene sus raíces en una mente enferma».
Como rechazo ante el hostil recibimiento estadounidense, la vedette se negó a cantar en otra lengua que no fuese la francesa y pronto retornó a Francia donde inauguró el espectáculo Paris Qui Remue. Al igual que siempre, los parisinos le reiteraron su adoración. «Joséphine Baker, quelle surprise, quelle stupéfaction!», escribió Pierre Varenne en el Paris Soir: «Dijimos adiós a la amable muchachita... una artista, una gran artista, ha retornado a nosotros».
En 1937, Joséphine inauguró un nuevo nightclub en París cuya apertura coincidió con la Exposición Internacional en la que se exhibió el cuadro Guernica, del pintor español Pablo Picasso, dado que la Guerra Civil Española había comenzado el año anterior. El 5 de junio ofreció un concierto que, con un programa diseñado por Picasso y Jean Cocteau, estuvo dedicado a recaudar fondos para los niños españoles víctimas de la conflagración.
Poco tiempo después, Joséphine renunció a la ciudadanía norteamericana y se convirtió en francesa naturalizada. Cuando se declaró la segunda guerra mundial en 1939, se ofreció como voluntaria en la Cruz Roja y, a la vez, actuaba cada noche en el Casino de Paris. Pronto inició sus viajes semanales al Frente para entretener a las tropas y, a partir de 1940, trabajó en el servicio secreto del Ejército Francés Independiente, brindando su castillo en Les Milandes como centro de operaciones, el mismo que —años después— albergaría a lo que llamó la Tribu Arco Iris, un grupo de 12 niños huérfanos, procedentes de diferentes países, que ella adoptaría como hijos.
Durante algún tiempo, viajó al exterior portando noticias e información para los grupos de la resistencia. Escritos con tinta invisible sobre su música, al menos en una ocasión llevó mensajes de los partidarios de Charles de Gaulle en Portugal a sus asociados en Gran Bretaña.
Después de la guerra, Joséphine actuó nuevamente en el Folies Bergère. De inmediato iniciaría una gira. Viajó primero a Italia en el verano de 1950 y, posteriormente a Cuba.
Los vínculos con intelectuales y artistas cubanos radicados en París, hicieron que persistiera en ella la idea de venir a la Isla. En 1948, durante una gira por América del Sur, incluso estuvo casi contratada para actuar en el cabaret Tropicana, pero la fecha no le convino y regresó a Francia.
De 1950 a 1966 estuvo cinco veces en Cuba. Las visitas más significativas —sin dudas— fueron las realizadas en 1950 y las dos últimas, en 1966.
En el invierno de 1950, llegó por primera vez a La Habana en un frío día de diciembre. Aquella imagen de la ciudad invernal, carente del calor y de la luz del sol, distaba mucho de la que ella había soñado, según expresara a los numerosos periodistas que acudieron a dar cobertura al relevante acontecimiento del mundo del espectáculo. Bohemia y Gente de la Semana publicaron sendas entrevistas en las cuales la vedette expresa su desencanto por el clima existente entonces en la capital cubana. A esta circunstancia, se le sumaría el dolor ante la noticia de la muerte de su amigo, el compositor cubano Eliseo Grenet.
«En cuanto desembarqué en La Habana, pregunté por el maestro, que fue un gran amigo y camarada en París. Juntos trabajamos meses enteros en la traducción al francés de su Virgen Morena que yo quería presentar bajo su propia dirección. ¡Qué tristeza, señor, cuando me dijeron que ha muerto hace unos días!»
Grenet había fallecido el 4 de noviembre. En junio de 1934, el compositor llegó a París procedente de España, con el propósito de crear la conga, un nuevo baile que concibió para opacar a todos los ritmos existentes, incluida la rumba que entonces estaba de moda. En pocas semanas logró su objetivo: la conga se hizo exclusiva en el Casino de París, en el Folies Bergère y en los centros más aristocráticos de Europa. Fue en esos años que Joséphine hizo amistad con Grenet y le prometió visitar su tierra natal.
En este primer viaje a Cuba, ella vino acompañada de su tercer esposo, el compositor y director de orquesta, el francés Joseph Bouillon, quien —a propósito— precisó a la prensa que la vedette tenía dos sucu sucus del maestro Grenet, los cuales se aprendería en La Habana para incluirlos en su repertorio. Pero ella interpretaba con frecuencia otras canciones cubanas como Mamá Inés, del propio Grenet, que estrenó en París, y Anoche hablé con la luna, de Orlando de la Rosa.
A una pregunta del reportero sobre si conocía el ya afamado mambo, creado por el también cubano Dámaso Pérez Prado responde categórica: «Sí, lo he oído con mucha frecuencia en México. Pero quiero ver, oír y cantar el mambo en Cuba. Y también quiero ver bailar la rumba. La verdadera rumba cubana...»
En 1952, Joséphine regresó a La Habana, donde volvió a sufrir la tan familiar humillación de ser rechazada en un hotel porque era negra. Temerosa de perder sus negocios con sus acaudalados visitantes norteamericanos, la administración del Hotel Nacional se negó a acogerla. Joséphine estaba furiosa y en dos horas había movilizado a un grupo de cubanos, «gente de color como yo», y encontrado un abogado y un testigo para dar fe de que se le había prohibido la entrada a la instalación hotelera. Al abandonar Cuba, Joséphine viajó a Estados Unidos, donde inicialmente se le dio una bienvenida más entusiasta que durante su primera gira.
Regresaría a la Isla en 1953, cuando sufriría una gran decepción. La búsqueda de alojamiento resultó difícil y al llegar a los estudios de televisión CMQ, donde había sido contratada para actuar, la policía le impidió la entrada y se le informó que sus tres contratos para presentarse en La Habana —con la CMQ, el Cabaret Montmartre y el Cine-teatro América— se habían cancelado. La razón que se le dio fue que había arribado a La Habana demasiado tarde para cumplir con sus obligaciones contractuales, pero esta excusa resultaba ridícula porque realmente estuvo en la ciudad con cinco días de antelación.
Gente de la semana publicaría parte de la conferencia de prensa, durante la cual ella misma se ocuparía de denunciar todas las arbitrariedades.
Lo cierto era que la embajada de Estados Unidos había declarado a Joséphine persona non grata y coaccionó a aquellas tres entidades para que le prohibieran actuar en La Habana.
Josephine volvió a la Isla en enero de 1966, como participante especial en la Conferencia Tricontinental a la que asistieron 500 delegados de 100 naciones de África, Asia y América Latina. Estaba encantada con la invitación y declaró a la prensa que aquel evento «simboliza aquello que siempre he deseado para toda la Humanidad: el entendimiento entre todos los continentes sin ninguna clase de prejuicios».
Entonces, actuó en el Teatro García Lorca, y compartió el concierto con el popular Ignacio Villa o «Bola de Nieve», quien fue elegido como la contraparte de lo que probó ser un programa espectacular.
Invitada por el presidente Fidel Castro, regresó en el verano con sus hijos adoptivos para disfrutar una estancia de unos días en una casa, ubicada en una playa cercana a La Habana.
Con 68 años, medio siglo después de su debut en la Revue Nègre en París, apareció en un espectáculo retrospectivo nombrado simplemente Joséphine, en el teatro Bobino de Montparnasse. Para ésta, su última presentación, ensayó durante seis semanas en un show en el cual 40 artistas contaban la historia de su vida.
El 8 de abril de 1975, participó en una gala en la que se dio lectura a un telegrama del entonces presidente francés Giscard d’Estaing: «Como tributo a tu talento ilimitado y en nombre de una Francia agradecida cuyo corazón ha tantas veces latido junto al tuyo, te envío saludos afectuosos, querida Joséphine, en este aniversario dorado que París celebra junto a ti».
Después de la actuación, asistió a una fiesta para 300 personas en el Hotel Bristol. La noche siguiente sufrió una apoplejía y el 12 de abril de 1975, murió sin haber recobrado la conciencia en el Hospital Salpêtrière de París.
Los parisinos estaban profundamente consternados por la muerte de su última gran diva de la escena. Más de 20 mil personas se congregaron en las calles para ver pasar el ataúd, en procesión solemne desde el Salpêtrière hasta la Iglesia Madeleine. Fue enterrada en el cementerio de Mónaco con honores militares.

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