Para entender el extenso patrimonio asociado con la arquitectura ecléctica en La Habana, es preciso justipreciar el enorme aporte de los talleres de producción de adornos al hecho de que esta ciudad pudiera «sacudir apatías centenarias y buscar todas las experiencias permitidas», al decir de Alejo Carpentier.
Gracias a los talleres de adornos, proliferó el eclecticismo en los edificios habaneros.

 Durante los primeros años del siglo XX, en La Habana se produjo un extraordinario boom constructivo que multiplicó varias veces la extensión que se había alcanzado durante el período colonial. En la ciudad heredada se sucedieron significativos cambios en el ámbito arquitectónico y urbano que, junto a la aparición y rápida ocupación de numerosos repartos, condujeron a que la capital del país se convirtiera vertiginosamente en una moderna urbe.
La arquitectura desarrollada durante esos años ha sido definida como ecléctica por las múltiples influencias que se combinan en los elementos decorativos que la distinguen. Tomada de fuentes académicas o elaborada a partir de una gran inventiva popular, la ornamentación empleada tuvo una gran incidencia en la imagen que identifica a las edificaciones de este período.
Tal auge constructivo trajo consigo la aparición de numerosos talleres dedicados a la producción de motivos ornamentales prefabricados que se adquirían por unidades o metros lineales según el caso. En estos talleres se podía comprar a partir de un repertorio existente, y en muchos de ellos, además, hacer solicitudes por encargo. Sobre la base de determinadas proporciones y demás aspectos compositivos establecidos en los proyectos, la decoración variaba casi hasta el infinito en función de la selección que se hiciese de tales elementos.
El eclecticismo en Cuba —y en particular en La Habana— tiene un fuerte componente de raíz clásica, en la que predomina de manera abrumadora sobre cualquier otro historicismo el empleo de órdenes, cornisas, frisos y pretiles heredados del neoclasicismo decimonónico. En las zonas compactas de la ciudad esta relación de continuidad se hace más evidente. Sobre la base de un esqueleto de proporciones y principios de composición clásicos apareció una profusa decoración ajena a cualquier tratado, en la que la inventiva popular desempeñó un papel preponderante. Así, pues, en las claves de los arcos, en columnas, pilastras y capiteles, en los frisos, alrededor de los vanos y en cualquier parte de las edificaciones, la ornamentación asumió un protagonismo inédito hasta entonces.
Dentro de esa enorme variedad, es interesante constatar cómo a distintos sectores de la ciudad corresponden el predominio de uno u otro motivo ornamental en algunos de los elementos que componen las fachadas, motivos muy singulares que no se repiten en ningún otro barrio. Son la huella de la existencia de un taller y del radio de acción que llegaba a abarcar.
La utilización a gran escala del cemento ofreció una vía mucho más rápida y sencilla que los trabajos de cantería para producir los motivos ornamentales. Los talleres de fundición permitían elevar la productividad con una mano de obra menos especializada. Podía garantizarse con facilidad la similitud entre las diferentes piezas y una mayor agilidad en su elaboración. Mientras un maestro cantero tardaba aproximadamente tres días en conformar un capitel corintio, por citar un ejemplo, en un taller de fundición se producían tres capiteles por molde cada día.
El Capitolio Nacional probablemente haya sido la última gran obra en la que se utilizaron los trabajos de cantería. Para su ejecución se usó la piedra de capellanía del tipo piedra de cincel (original de Ceiba del Agua y Artemisa, a pocos kilómetros de la Ciudad de La Habana), y fue necesario importar un equipamiento complejo para facilitar el trabajo de los maestros canteros. Esta emblemática obra fue el canto del cisne de esa actividad.
El oficio del maestro cantero comenzó a perderse paulatinamente en la medida que los talleres de fundición fueron suplantando la necesidad de su uso. Mientras en 1925 la revista Colegio de Arquitectos anunciaba casi una decena de talleres de fundición, sólo aparecía en ella la promoción de un maestro cantero, el señor Eduardo Farías, residente en Luyanó. No obstante, aún en los años 50 existían pequeños talleres en los que se desarrollaban los trabajos de cantería, pero en una escala muy reducida pues no estaban vinculados a la producción de nuevos elementos sino a reparaciones parciales de edificaciones en las que se habían usado piezas de cantería.
Los talleres de fundición generalmente trabajaban con pocos operarios —cinco o seis a lo sumo— y en muchos casos eran miembros de una misma familia. No hay mayor prueba de la alta productividad que llegaron a alcanzar que la imagen que aún ofrecen hoy La Habana y la mayor parte de las ciudades del interior del país.
El tipo de producción variaba entre un taller y otro. Algunos combinaban la elaboración de piezas ornamentales con la fabricación de otros elementos constructivos como bloques de hormigón, mosaicos, pisos de terrazo, entre otros. Se producían también elementos de yeso y escayola. Metros y metros lineales de escocias y molduras fueron vendidos en unidades de un metro y 40 centímetros aproximadamente para la decoración de los interiores, así como todo tipo de florones, guirnaldas y, en general, una variedad casi infinita de elementos que sería imposible enumerar.
Usando moldes muy sencillos —y en ocasiones, con aparatos manuales rudimentarios—, se desfilaba a través del quehacer constructivo de cientos de generaciones. Con arena, cemento y cal, o con yesos y escayolas, se podía obtener un capitel o una cariátide helena; una réplica del casetonado interior de la cúpula del Panteón de Roma; rosetones o pináculos góticos; medallones renacentistas; ménsulas manieristas; cornisas cóncavo-convexas... regresar a la austeridad del dórico toscano, o quizás inspirarse en la legendaria Alhambra.
Como por arte de magia se podían construir —en cortísimos plazos— réplicas de pórticos románicos o góticos a los que, probablemente, más de un artesano medieval había dedicado su vida entera. La apropiación de un glorioso pasado estaba al alcance de la mano de manera muy sencilla. Se anunciaba también esa posibilidad, la de realizar encargos a gusto del propietario.
Los descendientes de esos artesanos comentaban el orgullo que sentían sus abuelos por su trabajo. Entre los talleres existía una especie de «emulación» —por llamarlo de alguna forma— que, independientemente de la elemental relación económica entre el prestigio y la rentabilidad del negocio, los hacía esforzarse por realizar un trabajo cada vez mejor, por seguir los avatares de las modas y, en muchos casos, por inventar nuevos elementos que enriqueciesen su surtido.
 El tradicionalismo que aún perduraba, sobre todo en el ámbito doméstico, permitió repetir una y otra vez un tipo de casa que era igual pero distinta, precisamente porque la individualidad de cada una de ellas se lograba por la ubicación, diseño y cuantía de los elementos ornamentales que se le adosaban.
La existencia de estos talleres contribuyó a crear la gran unidad que, no obstante la diversidad, caracterizó a la arquitectura de estos años. Gracias a ellos se pudo construir respetando las exigencias de «decoro urbano» que establecían las Ordenanzas de Construcción, sin que mediara en la mayoría de los casos la presencia de un profesional.
A finales de la década del 20, los jóvenes graduados de la Escuela de Arquitectura arremetieron despiadadamente contra esa arquitectura construida por «albañiles y carpinteros (...) dirigidos por los dueños en persona». Estas primeras hornadas de egresados asumían así una posición gremial frente a la competencia que les hacían los maestros de obra y especuladores. Los arquitectos Leonardo Morales y Raoul Otero calificaron la primera década del siglo XX como un período en el que predominó la influencia catalana, criticando fuertemente las consecuencias de la misma.
En realidad, tales comentarios estaban referidos no sólo a la obra de los constructores catalanes sino en general a todo aquello producido por maestros de obra. Es evidente que estos «arquitectos de escuela» se opusieron con fuerza a la proliferación que tuvo en esos años la arquitectura art nouveau de filiación gaudiana y, en general, a lo que ellos consideraban excesos decorativos propiciados —entre otros factores— por la existencia de tales talleres.
Entre los principales talleres de fundición que existían durante la primera década del siglo se destacan El Crédito, Crespo y Co., Naranjo y Co., Nuez y Hno., El Arte Industrial, el Taller de Serrá, Ustrell y Llobet, el de Antonio Vacante y el de Mario Rotllant. Años más tarde se incorporan a esa actividad los talleres de Rolando Montrón, Pedro Crespo, Antonio Nuez, Baltasar Ultrech y Jaime Palmer.
En la década del 20 permanecen todavía algunos como Nuez y Hno., el Arte Industrial, Rolando Monsón y Mario Rotlland, mientras aparecen otros como El Arte Moderno, Alonso Figueras y Co., Pascual y Bosch, América Concreto Co., Cía. Cubana de Fundición de Cemento, Cuban Vitrolite Comp., Manuel Padró, Caballero y Font, El Moderno Invencible, de Servando Seara, y los talleres de Duque y Co., este último donde se realizaron todos los elementos decorativos del conocido edificio Don Emilio Bacardí, terminado en 1930.
Llama la atención que muchos talleres de fundición fueron establecidos por inmigrantes españoles. Fue éste uno de los canales a través de los cuales llegaron las múltiples influencias que conformaron la arquitectura de las primeras décadas del siglo XX en Cuba.
En España, el eclecticismo había comenzado desde el siglo XIX, y particularmente durante los últimos 40 años de aquella centuria predominó un quehacer arquitectónico en el que la decoración desempeñaba un papel esencial, con una marcada preferencia por las fachadas e interiores profusos en ornamentación. Así pues, la cuantiosa inmigración española que arribó durante esas décadas trajo consigo una preferencia por ese modo de hacer y —sobre todo— la experiencia en un negocio rentable que podía materializarse a gran escala.
El principal difusor del art nouveau en La Habana fue el catalán Mario Rotlland, quien era propietario de un taller de «Fabricación de piedra artificial y toda clase de ornamentación de cemento», tal como se anunciaba en las publicaciones de entonces. En esa promoción se especificaba la especialidad en el estilo Modernista y el variado surtido de elementos que producían en balaustradas, columnas, ménsulas, escaleras, además de panteones funerarios. Con el tiempo, el señor Rotlland amplió su surtido e incluyó además la elaboración de fuentes, jarrones, bancos, estatuas y, en general, un amplio repertorio de mobiliario apropiado para parques y jardines.
Bajo el rótulo de «Ornamentación de cemento armado» aparecían otros negocios similares entre los que debe destacarse el taller El Arte Industrial, del señor Antonio Puig, ubicado en la Calzada de Luyanó, donde se producían también bloques de hormigón. Fue éste un negocio próspero que continuó su existencia bajo la firma de los señores Pascual y Bosch.
Uno de los talleres más conocidos entre los dedicados a esa actividad fue El Arte Moderno, que se anunciaba en la revista El Arquitecto como el mayor de América: «Grandes talleres de ornamentación de cemento, granito, escayola, mármol artificial, pisos de terrazo, arte funerario, tanques para agua y fábrica de ladrillos». Los dueños, los hermanos Guillermo y Antonio de Ignacio i Simó, naturales de Palma de Mallorca, establecieron su negocio a principios de la década del 20. Las oficinas y los talleres radicaban en la calle Alejandro Ramírez, frente a la Quinta de Dependientes. La sede de la sociedad era una edificación ecléctica sencilla, de un solo nivel, en la que a la izquierda radicaban las oficinas, y a la derecha, la vivienda de los propietarios. Los talleres quedaban al fondo de la casa abarcando prácticamente toda el área de la irregular manzana comprendida entre las calles Omoa, Jesús del Monte y Alejandro Ramírez. En 1924, la firma Ignacio y Co. decidió ampliarse y construir un segundo piso destinado a dos viviendas gemelas, pues la familia se había incrementado. A tal efecto, el arquitecto Emilio de Soto, profesor de la escuela de Arquitectura de la Universidad de La Habana, realizó un proyecto cuyo diseño de fachada parece indicar que los propietarios quisieron mostrar el variado surtido de elementos que eran capaces de producir.
La nueva sede se engalanó con la utilización de los motivos de neorrenacimiento español, tan en boga durante esos años y que precisamente el taller El Arte Moderno se había encargado de propagar. En las revistas aparecían anuncios como: «Esta casa tiene en sus talleres gran variedad de modelos en Renacimiento Español y demás estilos clásicos. Nos hacemos cargo de confeccionar fachadas de acuerdo con los planos facilitados por el arquitecto».
El negocio dentro de la misma rama fue expandiéndose y en 1925 se dedicaban, además, a la producción de granito, mármol artificial, pisos de terrazo y escayolas.
En la medida en que la arquitectura moderna desechó el empleo de la decoración, fueron extinguiéndose estos talleres y, consecuentemente, el dominio de esos oficios cayó en el olvido.
El auge que han tomado los trabajos de rehabilitación del patrimonio durante las dos últimas décadas, especialmente en el Centro Histórico de La Habana, ha obligado a la revitalización de muchas actividades que habían caído en el total olvido después de más de 40 años de desuso.
Ha sido una tarea ardua que comenzó cuando se estableció el llamado taller de Villalta. Hace 20 años, su fundador, Orlando Villalta, comenzó en esa actividad sin haber tenido conocimientos previos. Con mucha intuición y tenacidad, tras escuchar algunas recomendaciones que le dio un «gallego viejo, que había trabajado en eso de joven», fue adentrándose en el oficio para satisfacer una buena parte de la demanda que han exigido las labores llevadas a cabo por la Oficina del Historiador de la Ciudad.
Un paso muy significativo en cuanto a la revitalización de esos oficios ha sido la creación, en 1992, de la escuela-taller de La Habana Gaspar Melchor de Jovellanos, auspiciada por la Agencia Española de Cooperación Internacional y la Oficina del Historiador de la Ciudad. En esa institución se estudian 12 especialidades durante dos años: cantería, yeso y escayola, albañilería, carpintería, forja, jardinería, arqueología, plomería, electricidad, vidriería, pintura mural y pintura de obra.
En cada especialidad hay un profesor que imparte clases teóricas una vez a la semana, y otro con el que los estudiantes realizan las actividades prácticas diariamente. Hasta la fecha, se han producido cuatro graduaciones con un total aproximado de 85 estudiantes por curso. La presencia de estos jóvenes artesanos ya se siente y son evidentes las nuevas perspectivas que se abren en el campo de la rehabilitación del patrimonio a partir del renacer de esos ancestrales oficios.
Pudiera afirmarse que la variedad propia de los motivos ornamentales y, sobre todo, la gran difusión de los mismos durante las cuatro primeras décadas del siglo XX, estuvo condicionada por la existencia de dichos talleres, los cuales funcionaron mientras el concepto de belleza en arquitectura estuvo asociado al empleo de la decoración.
Con el advenimiento de la arquitectura moderna y la consecuente implantación de nuevos principios estéticos, los «talleres de ornamentación de cemento armado» no tuvieron razón de ser. Desaparecieron del ámbito constructivo de los años 50 después de haber dado sus últimos suspiros con los motivos de la arquitectura neocolonial y las geométricas decoraciones del art deco.

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