Desde su fundación como Alameda de Extramuros hasta nuestros días, este Paseo mantiene una atracción peculiar para el transeúnte de andar pausado y meditabundo. Pero sólo el cronista puede volar hacia atrás y recuperar con la imaginación los sitios que antaño existieron a lo largo de esta céntrica arteria habanera.
El cronista evoca los sitios que antaño existieron a lo largo de esa céntrica avenida habanera.

 Situada más allá del cinturón amurallado que rodeaba la capital, como indica su nombre, la Alameda de Extramuros comenzó a construirse en 1772 bajo el mando insular del marqués de La Torre, cuyos sucesores —hasta Ricafort— la fueron mejorando considerablemente. Durante el gobierno del general Valdés (1841-1843), tomó el nombre de Alameda de Isabel II en honor de la reina que nos desgobernaba y ya en 1904, por acuerdo del Ayuntamiento, se le denominó Paseo Martí.
A pesar de todos estos nombres oficiales, siempre los habaneros le han conocido como Paseo del Prado, acaso por su semejanza con el que se extiende en el castizo Madrid, desde la fuente de La Cibeles hasta la estación ferroviaria de Atocha. En 1834, fue remodelado y obtuvo importantes mejoras en su pavimentación, mobiliario y alumbrado público.
Lo cierto es que, desde su fundación, el lugar fue escogido como favorito entre los vecinos que acudían a pie o en carruajes, teniéndolo como sitio de expansión y recreo. Larga es la historia de tan céntrico Paseo y resulta imposible, dentro del marco reducido de estas estampas, referirnos a él en forma minuciosa. Solamente hablaremos de sus principales esquinas, así como de algunos hechos ocurridos en sus alrededores.
Hasta donde mi memoria alcanza, recuerdo la glorieta situada en el comienzo de esa avenida, con su retreta semanal, ejecutada por la Banda del Estado Mayor del Ejército... Desde este sitio se hicieron nuestras primeras audiciones radiales.
La esquina de Malecón y Prado fue asiento del Hotel Miramar y, más tarde, del Miramar Garden, centro de reunión de la juventud bailadora de la época y lugar donde se celebraban movidas peleas de boxeo.
 En la esquina de Cárcel se establece la agencia de los automóviles Packard y Cunnighamm, que administraba Juan Ulloa, y en los altos abrió sus puertas el primero de abril de 1940 lo que fue R.H.C. Cadena Azul, del magnate cigarrero Amado Trinidad.
En la de Genios, llamada así por la Fuente de los Genios, que estuvo instalada en la intersección de esas calles, había un espacioso caserón de tres pisos donde funcionaron por décadas los Juzgados de Instrucción y Primera Instancia de La Habana, Prado 1, asiento de la Cárcel y el Presidio. En este paseo imaginativo que estamos dando por el Prado, la siguiente esquina es Refugio. Todavía puede observarse allí la regia mansión en que vivió Frank Steinhart, primer cónsul norteamericano en la Isla, quien luego se convirtiera en magnate del transporte por una ocasión caprichosa.
Prado y Colón fue sitio preferido de la burguesía cubana, que acudía a presenciar los estrenos de las cintas cinematográficas en la pantalla del «Fausto», simpático cine de madera donde Francesca Bertini utilizaba dos rollos de celuloide para desmayarse agarrada a una cortina.
En la esquina de Trocadero, el general José Miguel Gómez adquirió una residencia después de haber pasado por la presidencia de la República, y la maledicencia pública asoció el lugar a la lotería, el canje de Arsenal por Villanueva, y demás cosillas que ocurrieron durante el mandato del hombre que se «bañaba y salpicaba».
En la de Ánimas estuvo el colegio del señor Mendive, al cual asistió en su infancia nuestro Apóstol. Frente al mismo funcionó un cine al aire libre llamado «Maxim».
En Prado y Virtudes tuvo su asiento el café El Pueblo, colindante a los periódicos La Noche y La Nación. Frente a ellos, el hotel Jerezano, en cuya acera cayó ajusticiado el 12 de agosto de 1933 Antonio Jiménez, jefe de la «porra» machadista.
La esquina final del Paseo —la de Neptuno— fue ocupada en la época colonial por el célebre «Bodegón de Alonso», propiedad de los Álvarez de la Campa, padre y tío del estudiante mártir del 71.  Derribado aquel bodegón, se construyó otro edificio de tres pisos: «Las Columnas», establecimiento que hizo famosa la esquina, cuya vigencia no habría de sucumbir, pues en los altos se daban tremendísimos bailes y en sus salones nació el rítmico chachachá. En los bajos funcionaron durante años el famoso restaurante Miami y una lujosa frutería.
En el Paseo del Prado se han escenificado también sonados «hechos de sangre» como los calificaba antaño la crónica policíaca. Al del porrista anteriormente mencionado, debemos agregar el duelo irregular a tiros entre los legisladores Quiñones y Collado, durante el que perdió la vida el primero.
Pero, de todos, los que seguramente algún viejo vecino de la capital recordará, son los llamadas «sucesos del Prado», ocurridos en la tarde del 9 de julio de 1913.
Sucedió que el entonces jefe de la Policía, Armando Riva, el general más joven de nuestra guerra emancipadora, dispuso la supresión del juego y el cierre de todos los garitos que funcionaban en La Habana. La medida lesionó los intereses de algunos politiqueros y, al pedirle éstos explicaciones y negárselas el bravo general, le hicieron varios disparos hasta acabar con su vida, sin respetar siquiera la presencia de sus dos pequeños hijos que lo acompañaban.
Aunque los autores fueron condenados, una amnistía los libró del castigo, y salió a relucir el «aquí no ha pasado nada y entre cubanos no vamos a andar con boberías». Queden estas viñetas de la avenida que se extiende desde la misma boca del Morro hasta el lugar en que, según el compositor Jorrín, «iba una chiquita que todos los hombres la querían conquistar...» y que después resultó ser «¡La Engañadora!».

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