Muchas han sido las preguntas sobre la historia de Juan Isasi, el propietario de la ferretería cuyo almacén, ubicado en el número 24 de la calle Mercaderes, se incendió la noche del sábado 17 de mayo de 1890. Se sabía que era peninsular y que el almacén radicaba en una edificación perteneciente a la Iglesia Católica por expreso deseo de su fallecida dueña. La casa fue cambiando de manos a lo largo del tiempo y, aunque el delito de Isasi no se olvidó, su pista se perdió para siempre.
La prensa enseguida se volcó a destacar todas las aristas del asunto que rodeaban a Isasi: lo del pago de la póliza, su posible viaje a España previsto unos días después para reunirse con su familia, la compra de varios kilogramos de pólvora para venderla en su establecimiento...

Poco se sabe de la vida y el final de Juan Isasi o José Isasi, como aparece en algunos textos. Pasó a la historia como el cobarde propietario de la ferretería cuyo almacén voló por los cielos, llevándose a 36 personas consigo, en medio de un incendio provocado supuestamente por accidente y frente al cual le faltaron las fuerzas para alertar sobre la existencia de varios kilos de poderosos explosivos. En el peor de los casos temía que lo condenaran por contrabandista; pero su poder pecuniario le deparaba una sorpresa. Con un montón de monedas escapó a la peor condena: el asesinato voluntario de una treintena de habaneros y el vituperio general por su egoísmo y pusilanimidad.
Los únicos datos de este hombre comienzan a aflorar después de que lo detienen por sospechas del incendio. Como vimos en el capítulo pasado, era una práctica usual de la policía de la época detener a los propietarios de los comercios incendiados para investigar una posible autoflagelación por causas financieras. No estaban muy lejos de la verdad, pues es sabido que el propietario renovó la póliza de seguros el mismo día en que el almacén de su ferretería se incendió. ¡Esas casualidades tan sospechosas como inevitables!

 

La prensa enseguida se volcó a destacar todas las aristas del asunto que rodeaban a Isasi: lo del pago de la póliza, su posible viaje a España previsto unos días después para reunirse con su familia, la compra de varios kilogramos de pólvora para venderla en su establecimiento... Lo más contundente publicado por los rotativos habaneros acerca del caso, fue una supuesta entrevista que se le realizó a Isasi mientras se mantenía confinado en una unidad policial. En esta se puede acceder, incluso, a una descripción física del comerciante. Además, se vislumbran algunos detalles que anuncian la manipulación que posteriormente signó el proceso judicial. Ese diálogo, publicado en el diario La Discusión, el 22 de mayo de 1890, podemos reproducirlo aquí:

Entrevista a Isasi, preso en el entresuelo de la Jefatura de Policía, acompañado de su abogado, el reputado Sr. Cueto. Isasi, de 50 años, bastante estatura, barba gris bien cuidada, calva ancha. Viste correcto. Muestra gran abatimiento, después de cuatro días de incomunicación. Los periodistas no se presentan como tal.
•    ¿Cuántos días lleva usted incomunicado?
•    Cuatro, hasta hoy
•    ¿Y cuándo lo detuvieron a usted?
•    La misma noche del fuego. Llegué del Vedado y naturalmente los vecinos se acercaron a mí; el señor Irizar, Juez de Guardia, me mandó detenido al Juzgado. Y aquí estoy hace cuatro días.
•    ¿Es cierto que se marchaba usted para España?
•    Ya tenía en el bolsillo el pasaje. Ese día había estado hablando con Alamilla, me iba á embarcar el 20, tres días después del suceso.
•    ¿Y usted no había estado nunca preso?
•    No, señor, ya ve usted, nadie puede decir que está libre de estas desgracias. Cuando menos piensa uno, se viene un golpe de estos.
No quisimos penetrar en el fondo del asunto; la cortesía, que en todos los casos se debe tener, nos impedía, tal vez, torturar la situación de aquel hombre, sobre el cual pesaba el inmenso cargo de la horrenda catástrofe del 17 de mayo. Y temiendo ser impertinentes, nos retiramos.
En los días que ha estado incomunicado, á penas ha comido nada. El capitán Viñas no sacó a ninguno en rueda de presos como al que en los momentos del fuego, dijo que no había peligro alguno dentro de la casa.


 Para un lector avezado esta entrevista rezuma lagunas. Incluso para unos ojos desprejuiciados, la intencionalidad del texto deja mucho que desear, pues se perciben evidentes intentos por santificar al preso: que está incomunicado hace cuatro días, que apenas ha comido, que se mantiene muy afectado, que no pudo escapar al golpe de la desgracias. Sin embargo, no se le pregunta por qué decidió ocultar la existencia de la dinamita o por qué no se responsabilizó desde el principio, en vez de tratar de pasar inadvertido. No se le pregunta si el pago de la póliza de seguros tenía alguna relación con el incendio o si era verdad que estaba quebrando. Tampoco es fácil entender por qué, si los periodistas no se presentaron como tal, apareció un repentino sentido de la cortesía y la mesura por no «torturar» o «importunar» a un  «pobre» hombre que, deliberadamente, había decidido sobre la vida de 36 inocentes; sabiendo, por añadidura, las consecuencias que tendrían sus acciones.
Al parecer, esta entrevista fue seccionada, mutilada y censurada, ya que desde el punto de vista técnico, se percibe la súbita interrupción del cuestionario con un pretexto totalmente ajeno a los profesionales del periodismo que, si bien guardan la ética y no atacan a su fuente informativa, poseen innumerables mecanismos para obtener todos los datos que necesitan, manteniendo la neutralidad que su profesión exige.  
En medio de ese orden de cosas, Isasi escapó. Y digo que escapó porque es la única manera de describir el final de un proceso que se sobreseyó con una fianza de 25 mil pesos oro y la quiebra de la sociedad mercantil que dirigía Isasi. Sobre su responsabilidad criminal con los 36 muertos, así como con las decenas de heridos y mutilados…bien, gracias…ni una palabra. Los bomberos fallecidos, en cumplimiento de su deber, no obtuvieron justicia, sino una leyenda, eternos homenajes, un excelente monumento y la impotencia de sus familiares, pues el responsable no obtuvo el castigo que merecía.  
También la edificación colapsada tiene una historia peculiar. En las diversas fuentes consultadas, fuera de la confusión heredada por años de que lo incendiado fue la ferretería y no el almacén, no se le otorgó mucha atención a la casa que, en numerosas fotografías aparece destruida hasta sus cimientos. Resulta que la edificación actual, en la esquina de las calles Lamparilla y Mercaderes, no es igual a la de mayo de 1890. Según el Archivo del Registro de la Propiedad, la casa, de una sola planta, pequeña, de rafas, tapias y tejas, con dos cuartos, haciendo esquina a dos calles «la una que del dicho Convento del Señor Santo Domingo corre a la Cruz Verde (Mercaderes) y la otra que cruza del costado de la Cárcel Pública a la Plazuela del Santo Cristo del Buen Viaje (Lamparilla)» y lindando con la casa de doña Josefa Espellosa y por la otra con la del Bachiller Don José González de Blanco, data del siglo XVIII, específicamente 1756.
Marcada con el número 24 de la calle de Mercaderes, la vivienda era propiedad de don José Miguel Muñoz. Después se dice que perteneció, sin que se precise la fecha, a doña María Luisa Martínez quien, al morir en 1814, testó la edificación a favor del Monasterio de Santa Teresa de Jesús. A fines del siglo XIX, en 1888, dos años antes del incendio, se le describe como una casa de mampostería y azotea, con unas dimensiones de 368 metros de largo por 4,2 metros de altura. Entonces, atendiendo a estos datos, desde 1814 la casa era propiedad de la Iglesia Católica. Este censo fue el último del que se tiene noticias antes de que un decreto de 1902, firmado por el Gobernador Militar estadounidense Leonard Wood, interviniera todas las propiedades de la Iglesia y las entregara al poder estatal. Junto a muchos capitales, pasó también esta casa que, al parecer, fue reconstruida con las mismas dimensiones y características que tuvo antes del incendio.
La historia continúa hasta 1919 en que religiosas del Monasterio de Santa Teresa vendieran la propiedad a los hermanos Juan Antonio y Manuel Aspuru y San Pedro. Estos, en agosto de 1921, construyeron legalmente un segundo piso de ladrillos y azotea. Treinta y un años después, Estela Plasencia, viuda de Juan Antonio Aspuru, vendió a su cuñado Manuel su mitad, convirtiéndose éste en único propietario. Ya en esa época tenía en número actual: 162.

 

Curioso que en ningún documento aparece el nombre de Juan Isasi, ni como propietario, ni como arrendador. Tampoco se ha podido determinar cuándo se convirtió este lugar en almacén; de no afirmar entonces que 1888 marca la diferencia. ¿Entonces, Isasi era arrendatario? ¿Los documentos en que consta su nombre también desaparecieron? ¿Quién tomó a su cuenta la reconstrucción y con qué objetivo? ¿Por qué no continuó siendo un almacén y por qué dejó de ser vivienda un día? Muchas preguntas que demuestran el misterio que subyace en varias zonas de esta historia. El incendio vino a ser el pretexto para desenterrar los resquicios de un hombre, de una institución y de una época; sobre todo, porque fue la primera vez en la historia de Cuba en que murieron tantos bomberos mientras luchaban con las llamas.

MSc. Rodolfo Zamora Rielo
Redacción Opus Habana
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.       

Fuentes:

Archivo del Registro de la Propiedad Unificado, reg. 5, finca No. 2352.
Periódicos La Discusión, El País, El Fígaro, El Diario de la Marina.   

Escribir un comentario


Código de seguridad
Refescar