El incendio del almacén de la ferretería de Isasi, ocurrido el 17 de mayo de 1890, es recordado como la primera gran tragedia de la historia de los cuerpos de bomberos en Cuba. Treinta y seis personas murieron y, de ellas, 25 pertenecían a esos grupos de arrojados jóvenes que, voluntariamente, luchaban contra los incendios que azotaban la ciudad. El luto alcanzó cada rincón del país. La Habana permaneció abatida, mientras la prensa se hacía eco del sentimiento general.
«La Habana amaneció enlutada  el domingo 18. Fueron suspendidas todas las actividades de recreación. Los buques surtos en la bahía, las instituciones del gobierno y los consulados izaron la bandera a media asta. Los periódicos agotaron sus ediciones tempranamente».

Uno de los fenómenos periodísticos que con más urgencia se debería estudiar es la cobertura que la prensa habanera le ofreció a los sucesos ocurridos alrededor del incendio del almacén de la ferretería Isasi y Cía., el 17 de mayo de 1890. Los más importantes rotativos le dedicaron amplios titulares al hecho y los periódicos de menor tirada vieron incrementarse sus ediciones con la misma profusión con que se agotaban. Por varios días, de lo único que se hablaba en San Cristóbal de La Habana era del siniestro que llenó de escombros la esquina de las calles Mercaderes y Lamparilla.

   
 La Habana a fines del siglo XIX, con sus comercios y puerto. La ciudad, en pos del progreso, sufrió varios incendios que fueron ampliamente detallados por la prensa. En las fotos, la calle Obispo (a  la izquierda) y una vista de la bahía de La Habana (a la derecha) en la época en que ocurrió el incendio.


Todo lo sucedido responde a una pesada lógica. Que se tenga noticia, la urbe habanera no había sido estremecida nunca por una catástrofe parecida, como formularon enseguida los periódicos. Además, que la causa haya sido la negligencia y la avaricia de un hombre por las cuales perdieron la vida, de una manera súbita y dantesca, casi una cuarentena de personas, aumenta considerablemente el efecto del desastre. Incluso un periodista, Ricardo Mora, acudió de los primeros al lugar del hecho para reportar lo que veía y oía. Por fortuna, su sobrevivencia después de sufrir los efectos de la monstruosa explosión y permanecer varios minutos bajo los escombros, legó al futuro la posibilidad de conocer, de primera mano, lo que sucedió aquella fatídica noche.
Mora publicó varios artículos y reportajes para el diario La Tribuna, en el que trabajaba hacía algún tiempo. Su visión del incendio, adonde llegó rápidamente con su libreta de notas, puede considerarse privilegiada. Es así que, semanas después, sus trabajos se reunieron en un libro, publicado por La Propaganda Literaria, titulado 17 de mayo de 1890. Asimismo, los directivos del periódico La Discusión, de conocida tendencia independentista, reunió sus trabajos sobre el tema en el volumen 17 de mayo de 1890. Diario de una catástrofe. En otros rotativos, como El Diario de la Marina, El País, El Fígaro, El Mundo, Revista Cubana, La Caricatura, La Gaceta de La Habana y muchos otros sacaron a la luz trabajos pintorescos, ampliamente descriptivos y no exentos de romanticismo, lo que demuestra la conexión con el sentir general en un momento de tamaño dolor.

   
 Manuel Sanguily, uno de los más prestigiosos periodistas cubanos de todos los tiempos, también reseñó sus impresiones sobre el siniestro de la ferretería de Isasi.  Rafael Montoro, junto al poeta Manuel de la Cruz, ofreció su versión desde las páginas de La Lucha.


Por ejemplo, en el suplemento especial de La Discusión, publicado al día siguiente de los hechos, se podía leer:
«(…) las ventanas interiores con sus pesadas rejas, las fuertes puertas con sus macizos marcos de los altos vinieron al suelo. Largos listones atravesaban como flechas varias sillas y mecedores. En la planta baja se veían grandes piedras. La puerta de la calle Lamparilla, cerrada con una barra de hierro, fue lanzada a través de toda la casa, arrasándolo todo a su paso. El señor Lastra y sus dependientes luchaban contra el fuego con la máquina de agua de la casa. Los heridos se oían gemir bajo los escombros y los sobrevivientes los removían con las manos para no herir a los que estaban debajo».
Además de las descripciones plásticas y enciclopédicas, varios artículos, comentarios y reseñas adoptaron una posición crítica alrededor del incendio. Para estos periodistas, lo más importante no era regodearse en la cantidad de escombros, en la entrega de los rescatistas o en las imágenes de desolación y frustración que, de seguro, abundaban en esa situación; era sacar una experiencia de lo ocurrido, condenar el contrabando, la corbardía y la incuria de algunos propietarios repletos de avaricia. Así, en la Revista Cubana, dirigida en esos años por el prestigioso escritor y pedagogo Enrique José Varona, apareció este texto, en la edición de mayo de 1890, presumiblemente escrito por el propio Varona:
«Días de espanto y duelo han pasado sobre La Habana. La horrenda catástrofe del 17 de mayo quedará registrada en sus anales entre sus fechas luctuosas. Nadie puede negar su tributo de conmiseración a las víctimas, ni dejar de penetrarse, ante sus tumbas, de toda austeridad, de toda la grandeza del sentimiento del deber.
»Pero una vez pagado su tributo a estos nobles afectos, justo y conveniente es que volvamos la consideración hacia la causa de esta dolorosa hecatombe, no para prorrumpir en estériles imprecaciones, sino para pensar lo que nos demandan de consumo la previsión y la humanidad, virtudes que parecen haberse alejado de nosotros.
»Vivimos indiferentes rodeados de peligros, y lo que es más triste de esos peligros que en todas partes se combaten ó se alejan, atendiendo a lo que enseña la ciencia u obedeciendo a lo que prescribe la ley. De nada sirve llorar sobre los muertos; de muy poco honrar pomposamente su memoria. Lo que importa es precavernos, en bien de los vivos, de los males que han costado tantos muertos. Aprendamos en los que murieron por servir a la comunidad a cumplir nuestros deberes cívicos. A veces los más modestos son los más importantes. Así nos lo enseña con terrible elocuencia la espantosa catástrofe que ha enlutado nuestra ciudad».
Con el paso de los días las notas se hacían más cortas, matizadas por pequeños hechos relacionados con el incendio que comenzaban a aparecer con los días: el aporte de alguna persona a la colecta pública de fondos para socorrer a las familias de las víctimas, la acción heroica de algún vecino, la recuperación de uno de los bomberos heridos, la decisión del dueño del Café Habana (en aquella época ya en la esquina de Mercaderes y Amargura) de brindar comida y bebidas gratis a los que trabajaban en los escombros, las acciones legales que los afectados comenzaban a anteponer contra Isasi y hasta los mensajes de solidaridad de la reina Isabel II de España.
No obstante, reconocidas plumas del periodismo decimonónico cubano dedicaron sentidas letras al incendio y a la memoria de las víctimas. Rafael Montoro, en la edición del 28 de mayo de 1890 del periódico La Lucha apuntaba que:
«La piedad de un pueblo nunca se excita tan profundamente como cuando al espanto producido por la magnitud del desastre, se une el absoluto convencimiento de que pudo ser impedido. (…) Pero cuando el sacrificio sobreviene por obra del acaso ó de la imprudencia, la compasión de los pueblos tiene además una infinita amargura, porque participa del carácter austero del remordimiento. La sociedades masa es deudora de solemnes homenajes a los sacrificados el 17 de mayo, porque ellos fueron en más de un concepto sus víctimas».

   
 Julián del Casal también puso su pluma periodística al servicio de la información sobre los pormenores y resonancias de la tragedia del 17 de mayo de 1890.  Ramón Meza, desde la ficción, puso sobre el tapete las causas de muchos incendios que reducían comercios y negocios en su novela Don Aniceto, el tendero.


Manuel de la Cruz, el poeta autor de Cromitos cubanos tan celebrado por José Martí, escribió sus impresiones sobre el siniestro en la misma publicación:
«Jamás se borrará de mi ánimo la impresión de aquel cuadro terrorífico. Una cara aplastada como cáscara de cartón, otra carbonizada como el busto de un santo condenado a la hoguera por regocijados herejes, otra que parecía contraída por heroica carcajada, otra, en fín, que con sus ojos desmesurados, su color lívido, el cabello erizado y la horrible rigidez de los músculos, parecía reflejar, con su postrera espantosa angustia, todo el pavor de aquella inundación (…) El sombrío y tétrico Goya no se imaginó jamás escena más horripilante».
Sin embargo, de los textos alusivos a los hechos del 17 de mayo de 1890, el escrito por el después coronel del Ejército Libertador y delegado a la Asamblea Constituyente de la naciente República, Manuel Sanguily, reúne en pocas líneas el sentimiento de una clase y de una época ante lo que se les mostraba frente a los ojos, sin dejar de lado ese ercorzo literario que traducía en metáforas e imágenes las cascadas de sensibles espíritus. Publicado en El Fígaro, el primero de junio de 1890, describe Sanguily:
«Entre los que amortajaban para la última ceremonia había un cadáver carbonizado; tendido allí parecía el tronco deforme de un árbol, negro, irregular, inhumano; despojo indiscernible de la catástrofe, ni tenía forma, ni tenía ya nombre; nadie lo reconocía… Embutido en su ataúd, recorrió su última jornada entre la multitud curiosa é indiferente, en la marcha solemne del entierro y fue depositado en el nicho subterráneo que ignora el misterio de su vida y de su muerte… ¡Infeliz! Al toque de alarma corrió el primero, sonriente (…) Ah! De todos los desventurados eres el bendecido  de mi corazón… eres… el hombre! (…) Adiós, amigo desconocido, en el enigma de tu destino lo fuiste todo; porque fuiste —corriendo en pos del bien y pereciendo a su luz, que á menudo es fatídico desastre— el símbolo de la humanidad, víctima de sus quimeras generosas, despojo infeliz de la fatalidad».
Con estas descripciones se podrá calibrar con holgura la variedad de visiones que, para un espacio reducido, se puede presentar en pos de ofrecer una idea de la recepción por los ciudadanos de la tragedia de Isasi. También es interesante la toma de partido de los propios comunicadores que, aunque su profesión se lo exige, no deben distanciarse de la realidad que están reseñando. Como consumación de las coberturas periodísticas se destacan especialmente las honras fúnebres y la inauguración, siete años después, del monumento que custodia la memoria de las víctimas en el Cementerio Colón. Esta es otra muestra de la trascendencia informativa del hecho y las emociones que exigió de los habaneros… pero eso es pasto del próximo capítulo, de esta pequeña historia de los bomberos de La Habana.

MSc. Rodolfo Zamora Rielo
Redacción Opus Habana
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