La fantasía de esta pintora cubana explaya los límites de su personalidad y la convierte en un ser imprevisible, ajeno a la lógica de los cuestionarios.
Para Zaida la tela blanca es el abismo y, a punto de caer, lanza intuitivamente el primer trazo fulgurante. Es un punto de apoyo en el vacío, a partir del cual no hay retroceso posible: pinta, pinta, pinta... hasta conseguir levitar.

 Zaida del Río bailó una, dos, tres, varias horas seguidas... y yo, que pretendía entrevistarla, no conseguí preguntarle nada.

–A los hombres fatigados como tú, prefiero hacerles cuentos de hadas– me dijo sin parar de bailar y, desde entonces, gira de vez en cuando en mi cabeza.

Aquella noche entré en su casa del Vedado simulando haberme torcido el pie izquierdo en un hueco de la acera, a pocos metros de la verja de entrada. De modo que tenía la justificación para quedarme hasta que fuera necesario: «Creo que me hice un esguince». Artimaña fútil, porque cuando a Zaida le inspiras confianza, ella es capaz de procurarte cobijo en su sencilla morada.
Bailoteaba, tal vez compelida por la inercia del «son más largo del mundo», que por entonces se había ejecutado en el escenario habanero de La Tropical y que ella legitimó como miembro del jurado. Sentado, yo sorbía té, me mareaba de verla rotar y trataba de descifrar sus cuadros que, colgados por doquier, se me antojaban las pinturas de una caverna convertida en santuario. ¿Acaso me encontraba en presencia de una hechicera capaz de transformarse en un animal pintado?

–Pronto voy a cambiar... me convertiré en mariposa– me aseguraría días después. Y ante la certeza de que evade rotundamente teorizar sobre su vida y obra, me atreví a opinar –al menos– sobre esa incógnita zoomórfica:

Entonces, estás en fase de crisálida.

–Nada de metamorfosis. Me convertiré en mariposa, y ya.

Hace tres años, Zaida adelantó en una entrevista que «la mujer pájaro se está muriendo, se está agotando, porque siento que viene algo nuevo, no se qué, pero siempre viene algo...» Ya incluso había logrado corporizar ese personaje al debutar como bailarina en la obra Terriblemente Inocente que, inspirada en sus pinturas, estrenó Danza Nacional de Cuba en 1994.
No cesó, sin embargo, de «fabricar» esas cabezas de ave para enmascarar el dibujo de su propio cuerpo desnudo. Así, esos seres picudos aparecen entre esfinges y pirámides en una de sus exposiciones más recientes: «La Pasión Árabe». En 1993 había viajado a El Cairo, en busca del Primer Premio y Medalla de Oro de la Bienal egipcia...

–Al visitar los templos y tumbas de faraones, se cumplía un sueño que tuve muchas veces cuando niña: caminaba entre trastos muy viejos; que sé yo, vestidos, momias?
Cuando Zaida rememora su infancia, se impone callar y escucharla. El pelo se le mueve como la crin de un caballo desbocado y... ¡Arre!.. Galopa por los campos de Guadalupe, su pueblito natal, en lo recóndito del centro de la Isla.
Allá la espera siempre su primer novio: el río Aguas Azules. Entra suavemente en él, aplastando con los pies descalzos las piedras redondas del fondo, rompiendo con lentas brazadas de pecho el manto de lotos flotantes...

–Todavía hoy, cuando me enamoro de alguien, voy y le pido consejo? me confesó, muy seria, una tarde.

Considerada hoy en la vanguardia de la plástica cubana contemporánea, a los 43 años Zaida del Río descuella con una obra que, alejada de sus primeros motivos campestres, evoluciona de una manera compleja e imprevisible, dependiendo de los estímulos vitales más disímiles: desde la euforia hasta el dolor.

 –Yo me salvo porque pinto– reconoce, consciente de la angustia que a veces la embarga: «una culpa, un miedo, algo que me coge por dentro...»
Otras ocasiones se aburre tremendamente, y regresa lo más rápido posible a su casa del Vedado desde cualquier lugar donde esté: Madrid, Florencia, Burdeos, París... Allí estudió en 1989, en la Ecole de Beaux Arts.
Llega, cansada del mundo, y se entrega de inmediato a sus quehaceres favoritos: podar el jardín, por ejemplo, hasta que las manos se le hacen tierra. Espera, entonces, a que sanen y comienza de nuevo a pintar, pintar, pintar...
Para Zaida la tela blanca es el abismo y, a punto de caer, lanza intuitivamente el primer trazo fulgurante. Es un punto de apoyo en el vacío, a partir del cual no hay retroceso posible: pinta, pinta, pinta... hasta conseguir levitar.
La mano derecha ejecuta la filigrana, mientras la izquierda asume los espacios menos engorrosos. En cualquier momento del día o la noche, acompañada de la música más heterogénea (lo mismo una rumba que un rock sinfónico), la pintora se debate durante horas entre la suspensión y la caída hasta que, exhausta, cierra totalmente el abismo debajo de sí. El cuadro por fin está terminado y ella lo «siente», pero nunca podrá explicar por qué. En la segunda mitad de los 80, se adentró en el mundo de la santería. Sus oraciones populares ilustradas –recogidas en el libro Herencia clásica (1990)– expresan la naciente devoción por «una religión que se mueve, que siento en todas partes: flores, animales, lluvia, cielo...»
No sólo dibujó a las deidades invocadas (santos católicos y sus equivalentes orishas africanos), sino que creó sus propias versiones de esas plegarias, así como de oraciones a yerbas, y de las imbuidas por algún tipo de magia maléfica, benéfica o amorosa.
–¿Por qué no escribes ahora una para nosotros, los seres que no tenemos por donde guiarnos: ni norte, ni sur, ni este ni oeste?– cuenta que le sugirió la poetisa Dulce María Loynaz tras elogiar el cuaderno. La respuesta fueron los versos implorantes de «Oración al quinto viento»:

Concédeles, señor; un quinto viento
a las criaturas todas que al final te eligieron,
a las que pasaron secas por los verdes paisajes
y tragaron de un sorbo sus ilusiones más puras.

Danos también, señor; el alimento,
el calor del cuerpo y buenos sueños,
la visita fiel de los amigos.

Y no nos dejes ser tan inseguros
ni detenernos mucho tiempo donde no podamos,
ni morir en lugares desconocidos,
abrazados a un cuerpo que no existe
.
 Aun cuando afirme que «desde niña creía en Dios, al sentir que la naturaleza me desbordaba...», Zaida descarta que exista un vínculo directo entre esa profesión de fe y su impulso creador:

–Si soy creyente o no, carece de importancia... Cualquier aspecto de la vida puede inspirarme, lo que en mi opinión es el verdadero sentido del arte.
El interés in crescendo (digámoslo así) por la religión yorubá decidiría en lo adelante una parte importante de su obra: el ciclo de los orishas, con el que inauguró este año su estudio-galería en los altos del restaurante La Mina, frente a la Plaza de Armas, en pleno Centro Histórico.
Mediante grandes trípticos de intenso colorido, ella interpreta ese culto –como siempre– a su libre albedrío: para cada deidad escoge el rostro de una persona allegada, puede que sea su madre, padre, hijo o hasta un vecino...

–Me da placer trabajar el tema de los santos, luego de conocer sobre sus vidas. Pero no los concibo en el cielo, sino como la gente buena que me rodea... En cuanto a la gente mala... a decir verdad, todavía no me ha dado por pintar diablos. (Ríe.)
Su risa dura poco y la acompaña siempre una expresión infantil, entre maliciosa y pícara. Le gusta repetir las frases que considera graciosas y, al recordar a familiares y amigos, imitar con burla cariñosa sus gestos y tonos de voces más socorridos. Locuaz, a ratos extravagante y con un sentido del humor que puede resultar zahiriente, Zaida prefiere siempre compartir con alguien los momentos de alegría: «mi segunda cara», insiste, «pues nací bajo el signo zodiacal de Géminis».

–Me gustaría amanecer en la Habana Vieja y sentir el canto de los pájaros– me dijo el día que donó la pintura para la portada de esta revista: una alegoría de su llegada a la parte antigua de la ciudad, donde también tienen sus estudios-galerías los pintores Nelson Domínguez, Roberto Fabelo y Pedro Pablo Oliva.
Esa tarde ella caminaba por el patio del Palacio de los Capitanes Generales y, a su paso, los pavos reales abrían las colas en señal de buena suerte. Salió por la puerta principal, revoloteó entre los vendedores de libros viejos, tomó uno entre sus manos y, mientras lo hojeaba, su cuerpo empezó a contonearse al ritmo de un cha-cha-chá que tocaban en La Mina.
El tiempo se detuvo y la gente no pudo evitar contagiarse con aquella pequeña mujer que, en forma súbita, se había desprendido a bailar con naturalidad sorprendente. Zaida trajo la fiesta y yo recordé de inmediato aquella noche en su casa:

–Bailar me gusta más que pintar, sobre todo si es música cubana– me comentó casi al filo del amanecer, cuando ya mis ojos se cerraban. Y bailando la dejé, sabiendo que jamás podría entrevistarla.

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