El cronista retoma en su artículo un modo de comportamiento social de cierto individuo que «procura inconscientemente – inconsciencia en él es esencial– disfrazarse, uniformarse, distinguirse de los demás por detalles en la indumentaria, en los modales». Se le homologa a los caracterizados en otros escritos como «buen partido», «sporstman» o «chiquito de sociedad».
«Así también, en nuestros días, el pepillito tiene su uniforme, su disfraz, que no oculta, que no disfraza, sino al contrario revela, descubre, caracteriza».

Hace años, ¡cerca de quince años!, y en las páginas de aquel inolvidable semanario Gráfico, del que Carteles es como su heredero y el continuador de su obra literaria, artística y cívica, mi otro yo, y también costumbrista, Roig de Leuchsenring,1 pintó en varios artículos –«El chiquito de sociedad», «El buen partido», «El sportsman» y otros–. Los diversos ejemplares de esa pintoresca fauna social que puebla, y muchas veces obstruye salones, clubs, teatros, cines y paseos habaneros.
De entonces acá, con los años, han variado muchas costumbres sociales, y con ellas los tipos han adoptado nuevos y distintos caracteres y modalidades.
Y aquel chiquito de sociedad, conocido joven, buen partido y sportsman de 1913, es el pepillito de hoy, al que el admirado Sergio Carbó ha hecho en estos días el tipo más popular de la Isla – tanto, desde luego, como el del Egregio, pero algo más que el guataca– gracias a la realidad y colorido con que su pluma lo retrató, y a la enorme fuerza divulgadora –éase circulación– con que su revista lo paseó, puesto en la picota de la sátira, por todos los ámbitos de la República reformada y prorrogada.
Es innecesario traer a estas páginas los rasgos del pepillito, porque no hay súbdito del Candidato Chico, de Maisí a San Antonio, que no esté suficientemente familiarizado con todas sus características distintivas y representativas.
 El pepillito es una modalidad del tipo existente en todas las épocas, del joven de sociedad, del niño bien, del gigoló, que aunque trabaje o no, sea estudiante o ya profesional, bailador o deportista, de raquítica o atlética constitución, bruja o rico, cada una de sus peculiaridades se esfuma, se atenúa, para que todas ellas formen lo que en conjunto y resumen es – nada más que ello– niño bien, chiquito de sociedad, conocido joven, pepillito. Y eso – nada más que eso– será en el baile, el deporte, los estudios, la carrera, la oficina, el cine y el club.
En todas las épocas este tipo ha sido uno de los más ridículos y el más representativo de lo ridícula que es – y hoy y siempre– la vida de sociedad, lo mismo la del gran mundo, que la barriotera, porque en todas sus categorías y esferas, predomina, dirige y preside, como diosa tutelar, La Tontería. De ahí, que bajo su protección se acojan a millares sus fieles devotos. Por algo dijo hace siglos, Brisbane, excluyéndose, desde luego, que el número de los tontos era infinito.
Como tonto, en fin, y en grado superlativo, este tipo social del niño bien o chiquito de sociedad o conocido joven o pepillito, procura inconscientemente – inconsciencia en él es esencial– disfrazarse, uniformarse, distinguirse de los demás por detalles en la indumentaria, en los modales.
Así, durante la ocupación militar yanqui, el uniforme de este tipo era el traje americano, comprado hecho, de pintas claras, a grandes cuadros y gruesa tela, zapatones de ancha suela. Y sus modales, bruscos. Su única conversación, el foot ball y base ball. Declaraba haber olvidado el español, al extremo de que frecuentemente en un castellano con acento de camarero yanqui, italiano, alemán, judío, de casa de huéspedes neoyorquino, «¿cómo se dice en español tal palabra inglesa?» Era todo ello debido a que este criollo, joven de sociedad, había pasado tres meses en Nueva York, ya educándose, ya en busca de la representación de alguna casa comercial, ya para asistir a la serie mundial.
Así también, en nuestros días, el pepillito tiene su uniforme, su disfraz, que no oculta, que no disfraza, sino al contrario revela, descubre, caracteriza. Y pocos uniformes más representativos que el del pepillito. A ello se debe gran parte de su fracaso. A ello también el blanco admirable que hizo Carbó, hiriéndolo de muerte al dispararle el certero disparo de su ya famosa sátira. Murió el pepillito precisamente por lo que más presumía: ¡el no usar sombrero y llevar el pelo envaselinado!
Con el maravilloso éxito que acaba de obtener Carbó, el costumbrismo no ha readquirido la prestancia de que gozaba en Cuba en épocas pasadas, en las épcas de José y Luis Victoriano Betancourt, de Francisco Valerio, de José María de Cárdenas, de Francisco de Paula Gelabert y de tantos otros costumbristas cubanos que libraron con su pluma brillantes campañas contra los defectos y vicios, costumbres y tipos de la sociedad cubana de mediados y fines de la última centuria.
Que la ruidosa y excepcional victoria alcanzada muy merecidamente por Sergio Carbó con su sátira costumbrista sobre los pepillitos, sirva además de la finalidad ya lograda de extinción de este tipo, para que el costumbrismo sea cultivado también por otros de los actuales escritores cubanos. ¡Y qué mejor arma que la ironía y la sátira para, flagelar y estigmatizar tipos y costumbres, ridículos unos, nocivos otros, censurables todos que padece nuestra sociedad, en esta época de pepillismo, guataquería, prórroga y candidatura única!


1 Para este artículo «Los pepillitos», Roig empleó el seudónimo con que lo firmó para Carteles (No. 32, 5 de agosto de 1928, p. 23) en la sección «Habladurías». En ese mismo número, en pp. 22 y 46 publicó otro artículo sobre el mismo tema: «Los pepillotes», sólo que este sí salió con su nombre.
Se sobreentiende así de que Roig de Leuchsenring y su alter ego escribieron sobre el mismo asunto para un mismo ejemplar de la revista Carteles.

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