«Moisés Finalé es un maestro de los velados ocultamientos, expresados con la singular "dulzura" que surge de las apariencias que emanan de sus códigos de identidad visual con todas sus fuerzas semánticas», expresa Yolanda Wood en las palabras al catálogo de «Insularidades», la más reciente exposición personal del reconocido artista.

Todas las obras que presenta esta muestra fueron realizadas en La Habana. Pintados los 23 lienzos que la integran en la isla, cada uno de ellos vive en su propia insularidad.

Las islas existen o se construyen, viven en la realidad o en la ficción. Son sitios de la imaginación. Cuando el artista las enuncia o se las apropia, se convierten en un territorio poético donde, deliberadamente y por los recursos del tropo, deposita las cargas significantes de sus utopías y funda un espacio para su ilusión creadora.
Por eso la insularidad artística no remite a una isla como tantas otras. Más que un área física es suelo espiritual donde habitan criaturas insulares. Es una imagen que no pertenece a los mapas ni a la geografía. Esas islas artísticas viven en una cartografía simbólica que las demarca, y sus bordes definen una fisonomía propia e irrepetible.
Ninguna isla es igual a otra según confirman los islarios que proliferaron en tiempos de descubrimientos y conquista. Sus formas son tan diferentes porque es la originalidad quien las dibuja sobre las superficies que visibilizan su unidad. La navegación las hizo imprescindibles en sus trayectorias, pues una isla fue siempre espacio seguro para el que intentaba llegar, no probablemente a ella, sino a otro lugar. Las islas fueron transitorias para los que buscaban algo más que tierra y parecieron frágiles —por contraste— con la firmeza continental.
Por todas esas, y más, peculiares formas de su existencia, las islas aparecieron —y reaparecen— como figuras metafóricas en la imaginación creadora. Los artistas hacen de ellas un resguardo seguro para sus lenguajes que en cada pieza definen un «universo insular», y con todas, puestas en cercanía, se insinúan los archipiélagos que las hacen existir distantes y próximas en su diversidad.
Cuando el artista tiene la experiencia de su propia condición isleña, entonces la insularidad se refuerza como un modo personal de existencia: el referente se hace auto-referencial. Por pequeñas, caben en el espacio íntimo que cada cual les da y entonces, la isla se asume como una compañía que se tiene donde uno está, o se lleva para donde uno va.

De la serie «Dulzuras insulares» (2011) Técnica mixta (70 x 70 cm)

Como sujeto de islas, el artista isleño las enlaza, las atraviesa y las interconecta para ganar territorio fértil donde crear. Por imaginarse siempre vacías en su virginidad, son sitios ideales para la inquietante espera de lo que sobrevendrá. Parecen vivir en el futuro que pueda engrandecerlas y superar los conflictos de inferioridad cartográfica, un síndrome insular. Fuera de los mapas viven en la escala que la imaginación les atribuye, como lugares deseados para la evasión artística y la soledad del creador.
Moisés Finalé vive ahora cruzando el Atlántico entre tierra firme y una isla grande, y a la vez pequeña, según la manera que tengamos de comparar. El viaje está implícito en la insularidad: solo se llega a una isla viajando desde donde se está, y ese viaje presupone el agua, el aire o la capacidad de imaginar. Cuando se está en ella, se continúa el viaje —estático—, en el lugar, pensando en los trayectos posibles a partir de que los bordes terminan y empieza el mar.
En ese ir y venir entre Cuba y Francia, la obra de Finalé ha definido su propia territorialidad que en algún texto anterior llamé «una geografía para los espíritus», esos seres que pululan y andan por todas partes, personajes que el artista ha hecho habitar en la isla que va y viene con él, en sus valijas, en sus huacales, en su memoria afectiva e intelectual.
La poética visual de la obra de Finalé pertenece a un itinerario artístico que en esta exposición se despliega con la virtuosa espontaneidad de un consagrado, un creador seguro de los medios que le son propios para con certeza y dominio de los recursos plásticos, definir la inflexión necesaria que particulariza cada pieza de las precedentes y de las que están por venir.
Es justamente en esa dualidad de permanencia y cambio donde el espectador queda atrapado para constatar y descubrir. En la exhibición se visualiza un proceso que  tiene que ver con su sensibilidad y una intuición que lo atrapa y  que él disfruta: acrílicos secos y endurecidos le funcionan como crayolas sobre el lienzo, un soporte de tela negra adquirido en tiendas de venta a la población, un objeto, algo encontrado, o las cuentas de colores que aportan un contraste de textura y color a las superficies siempre sensibles de sus cuadros. La sorpresa forma parte del proceso, y el artista le da la bienvenida por lo que ella le aporta al momento creativo. No hay descuido alguno  en las libertades gestuales y en los chorreados que comparten el lienzo con la sólida estructura compositiva que revela su consistente formación artística; su mirada segura que aprendió a ver y su condición de gran dibujante. Ese dibujo vigoroso es fuerza expresiva de sus pinturas y sostén visual de sus esculturas.  
La combinación de lo «dibujístico» y lo pictórico, lo estructural y lo emocional, lo racional y lo espontáneo, provoca al observador por el manejo artístico de toda la superficie compositiva. Las variaciones equilibran las fuerzas interiores de una amalgama de superposiciones cargadas de efectos visuales y valores de significación.
Finalé es un maestro de los velados ocultamientos, expresados con la singular «dulzura» que surge de las apariencias que emanan de sus códigos de identidad visual con todas sus fuerzas semánticas. En ese universo iconográfico, la hibridez de sus múltiples referentes y el empleo del fragmento es siempre una incitación a pensar en el todo desde la parte,  pues la totalidad es —simplemente— inexistente, pertenece al mundo del silencio, y como enuncia el título de una de sus obras en esta colección de piezas de gran formato, Los silencios no existen. Finalé prefiere pintar lo existente en esa otra parte de la realidad que reside en su imaginación creadora.

Aforismo de amor (2012) acrílico sobre tela (200 x 145 cm)

Reconforta la manera en que las obras de Finalé nos miran. Ese mundo de imágenes  interpela la fantasía del espectador que intentará descifrar esa desconocida realidad que su arte ha creado. De poco valdrá el intento pues ellas no convocan al desciframiento sino al impacto de una visualidad que se sostiene a partir del efecto de un «ordendesordenado» en el que lo visible oculta lo invisible con todos sus viceversas. En esas ambigüedades visuales, aparecen ante el observador los misterios de la imagen, que se expresan en lo elíptico que vemos o creemos ver, en lo que se enuncia y se silencia, para expresar desde lo enigmático siempre algo más,  su zona mágica.
Es quizás en este aspecto que la obra de Finalé se muestra fuertemente sincrética por el modo en que acumula y concilia diversas fuentes y referencias que se yuxtaponen sin confrontación estética. En esas distintas procedencias se distingue un marcado predominio de signos de africanidad, muchos de ellos provienen de su propia colección de piezas del continente negro.
Esas imágenes escultóricas de ancestralidad, están en Montpellier o en La Habana, no importa, porque las recuerda de memoria y las vuelve a pintar. Esas compañías de máscaras y fetiches lo aproximan a ciertos motivos de Wifredo Lam, cuyas obras le provocan  —dice Moisés— ,  una vibración.
El espectador constatará que Lam vibra en la obra La partida de esta exposición. No se trata solo de una proximidad iconográfica o de valores cromáticos, que ya es importante, sino de un proceder común, la comprensión del espacio pictórico como una cosmos en la cual los elementos visuales se solapan y se enmascaran, en planos de profundidad, desde el fundamento mítico de las metamorfosis para construir un otro orden, otro modo de ver  y entender el mundo.
Todas las obras que presenta esta muestra fueron realizadas en La Habana. Pintados los 23 lienzos que la integran en la isla, cada uno de ellos vive en su propia insularidad. En cada uno tienen su lugar las criaturas enigmáticas, algunas flotantes, las mujeres de trenzas y antifaces, los guantes solitarios, las máscaras y los caballos.
La obra de Moisés no es de creyente ni de practicante. No es de fuentes religiosas que se nutre su imaginario, sino de la mixtura de la que él mismo es parte, la que lo alimenta espiritualmente y lo impulsa a dejarse atravesar en el arte por lo que en estas islas del Mar Caribe es la permanente fantasía de sus insularidades. Por eso sin ser creyente, cree en lo que ve y lo que siente; y sin ser practicante, registra todo lo que visualmente lo nutre de esos universos de creencias y descreimientos. De sus sensoriales maneras de representar y hacer.
En ese mar de tantas islas, en el que «navega Cuba en su mapa», uno de los más impactantes sistemas visuales lo aportan Haití y sus imaginarios populares. De allí, Finalé guarda entrañables recuerdos de amigos, de encuentros artísticos, y de las energías que dimanan de ese país todo que se acumulan y desbordan en creatividad.

Ella vive en otro mundo (2013) técnica mixta (320 x 220)


Del vodú se ha dicho que es una religión esencialmente musical y danzaría. La fuerza del tambor, del lambi y de las timbres de las voces de hombres y mujeres en el humford; confirman la intensidad de lo sonoro y gestual como cualidades de sus ritos y ceremonias. Pero hay una profunda zona callada, silenciosa, en el universo voduista que son sus potencias visuales, la de sus vevés y sus altares, el color, el brillo y la mágica simbología de todas sus loas. Esas dos zonas se integran y complementan en armonía, porque hay un ritmo interno en el orden del mundo voduista que tiene como eje de coordenadas un cruce de caminos donde radica el centro gravitacional de todo lo existente.
Un altar vodú es un conglomerado, aparentemente caótico, donde todo tiene una disposición que dictan los saberes acumulados por la experiencia de la práctica y sus practicantes. Pañuelos, botellas, cromolitografías, objetos; en fin, un repertorio de atributos que concentran los poderes de las deidades. Entre ellas se distinguen las banderas, de colores alegóricos, trabajadas minuciosamente con detalles de una filigrana bordada,  realizada con cuentas y lentejuelas. En ellas se acumula la paciente labor de miles de hombres y mujeres que después de clasificar las piezas por colores y variedades, las engarzan y cosen sobre los dibujos previamente realizados en las telas de seda y satín que aportan en sí mismas un tanto más de brillo y color.
Los valores texturales las hacen puramente táctiles en su cuidadosa artesanalidad. La habilidad sorprende al observar el proceso y el resultado sorprende aún más por las cualidades excepcionales del objeto ¿artístico?. Moisés me muestra algunas de sus banderas traídas de Haití, las mira, las toca, me habla sobre ellas y las vuelve a guardar. Y esas manualidades a las que ya él nos tiene acostumbrados en su trabajo creador, hacen su parte en la colección de obras de esta exposición; otorgándole no solo una gran coherencia visual al conjunto, sino una muy especial presencia —orgánicamente integrada a su lenguaje iconográfico—  de cuentas y lentejuelas que distinguen su homenaje a lo artesanal, mítico y artístico de las banderas del vodú haitiano.
Si un país guarda en su memoria y sus sentimientos, me ha dicho, es Haití. A esa media isla tan cercana ha vuelto una y otra vez por una especial atracción que él cultiva. En las piezas escultóricas de esta muestra se rememoran formas del trabajo tradicional haitiano de les forgerons. Así las islas se engarzan para entretejer sus imaginarios en las insularidades artísticas de un creador que ha encontrado el lugar para cualquier corta o larga estadía; una isla —ficcional o real—, la suya, donde las travesías empiezan o terminan, pero se está seguro de no naufragar.

 

Yolanda Wood
Profesora y crítica de arte

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