Texto completo de las palabras pronunciadas por Argel Calcines, Editor general de Opus Habana durante la apertura de la exposición «... un hombre sincero» de Esteban Machado que estará a disposición del público hasta el 12 de junio venidero. 

No hay lógica racional que pueda explicarnos el alma, como tampoco podemos explicarnos en qué consiste el infinito. De ahí que sea nuestra imaginación —que Martí llamaba «la hermana del corazón»— la que se ponga a prueba ante esta iconografía martiana de Machado.

 
 De la serie «... un hombre sincero», XV (2008). Técnica mixta sobre lienzo (120 x 40 cm).
En un día tan significativo como hoy, inauguramos esta muestra del pintor Esteban Machado con el título «…Un hombre sincero».
Quisiera, en primer lugar, agradecer al artista y a su representante, René Ávila, la deferencia que han tenido conmigo de pedirme estas palabras inaugurales. A Virginia Alberdi y Alex Fleites por sus valiosos textos que justiprecian la obra de Machado. Y por supuesto, agradecer a la dirección y especialistas del Memorial José Martí, por concedernos la posibilidad —y me cuento entre los elegidos— de aprovechar este espacio y tiempo solemnes.
Un día como hoy, hace 113 años, se configuró el misterio de Cuba. No digo la invención, pues ello supondría algo de artificio, además de que nuestro país se estará reinventando siempre en constante proceso; me refiero a ese misterio que es la dimensión universal de la cubanía, esa sensación de ser que nos ha permitido —siendo una isla territorialmente pequeña— incidir en el destino de América y el mundo.
La caída de Martí en Dos Ríos fue ese primer instante, la millonésima de segundo que precede a un mito. Primera y única batalla de alguien que nunca había peleado ni con rifle ni machete, pero que superó con su sacrificio a los más fieros guerreros. «¡Oh, Maestro que has hecho!», se lamenta Rubén Darío, al conocer su muerte, reprochándole tiernamente el «haber ido a exponer y perder el tesoro de su talento». «Ya sabrá el mundo lo que tú eras», afirma el gran poeta nicaragüense, y que «Cuba quizás tarde en cumplir contigo como debe».
No vale la pena desgastarse al tratar de reconstruir las circunstancias reales en que perdió su vida el Apóstol, aunque cierta historiografía —incluso, muy reciente— trate de especular con las versiones de aquella escaramuza. Hubo un pintor, académico de renombre, llamado también Esteban, Esteban Valderrama, que en 1918 intentó representar ese instante mortal, y para ello se trasladó a Dos Ríos, donde hizo sus bocetos en el mes de mayo, a la misma hora en que ocurrió el suceso, colocando el modelo en la posición que los biógrafos declaran que ocupaba Martí y utilizando la luz en la dirección adecuada. Por supuesto, Valderrama fracasó. Al punto que, atormentado por las críticas, destruyó su cuadro, aunque una reproducción del mismo, publicada como portada de la revista Bohemia, lo haya salvado para la posteridad.
Hace ya algún tiempo, leyendo un hermoso ensayo de Vladimir Jankélevitch, filósofo y musicólogo francés de origen ruso, entendí en qué consistió el error de Valderrama. Y es que «el instante mortal es inenarrable e inimaginable», de ahí que ninguna versión, empezando por las varias que dio el Generalísimo Máximo Gómez —quien quiso mucho a Martí— hasta la de Marcos de Rosario, pueda ofrecernos certeza alguna de lo sucedido. En todo caso, ellos habían sido testigos parciales, testigos de un antes y un después en el fragor del combate, pero no de ese instante al que todo humano —por ley de la vida (o de la muerte)— se enfrenta en solitario.
Cito este fragmento de La Muerte, obra mencionada de Jankélevitch: «No, de ninguna manera el instante mortal es objeto de conocimiento ni materia de especulación o de razonamiento; de ninguna manera la simultaneidad fulgurante, que es contemporaneidad reducida a las dimensiones del instante, y finalmente anulada, puede ser vivida como una experiencia psicológica consciente, puesto que toda conciencia es bien anticipadora o bien retardatoria (…). La especie de pudor que nos inspira la muerte se debe en gran parte a ese carácter inimaginable e inenarrable del instante mortal».
¿Intuyó Martí el instante de su muerte?, ¿lo imaginó?, ¿lo buscó?... Sabemos que era un tema recurrente en su obra: no me lleven a lo oscuro a morir como un traidor… en un carro de hojas verdes a morir me han de llevar… la muerte no es verdad... Pero ante la imposibilidad de filosofar racionalmente sobre el instante mortal, las anteriores preguntas se disuelven irremediablemente en los relatos o los mitologemas.
A mi juicio, ha sido José Lezama Lima quien —gracias a su gnoseología poética— mejor ha sabido expresar ese dilema, sobre todo en su texto «Secularidad de José Martí», publicado en 1953 como introducción al número de la revista Orígenes dedicado al centenario del natalicio del Apóstol.
Allí dice: «Martí fue para todos nosotros el único que logró penetrar en la casa del alibi, donde la imaginación puede engendrar el sucedido y cada hecho se transfigura en el espejo de los enigmas».
Muchos años después, en 1985, al encontrar el manuscrito de un poema inédito de Lezama con el título «La casa del alibi», Cintio Vitier nos ayudó a reconocer esa palabra: alibi, de inspiración jesuítica, proveniente del culto ignaciano, que el autor de Paradiso extrapoló para mitificar el sacrificio solitario de Martí y hasta sugerirnos el milagro de su resurrección:
«Tomará nueva carne cuando llegue el día de la desesperación y de la justa pobreza», augura Lezama en ese mismo escrito, para inmediatamente agregar: «La majestad de su ley y la majestad de sus acentos, nos recuerdan que para los griegos mártir significa testigo. Testigo de su pueblo y de sus palabras, será siempre un cerrado impedimento a la intrascendencia y la banalidad».
Me gustaría pensar que, tanto creyentes como no creyentes, contribuimos en días como hoy a esa suerte de resurrección, cuando apoyamos en calidad de testigos a aquellos  artistas que, como Esteban Machado, nos muestran sus figuraciones de inspiración martiana.
¿Pero cuál es el Martí que nos propone Machado? ¿Por qué no ha representado de manera explícita su rostro, como han hecho otros pintores?
Mi respuesta es: porque esta supuesta carencia denota el pudor del artista, que en su caso es prueba de sabiduría. Consciente de los límites de sus posibilidades expresivas de paisajista, paisajista de la tierra y del mar, marinista… Machado ha optado por representar algo sí como el homúnculo de José Martí. O sea, ha representado su alma mediante ese hombrecito, tópico de la alquimia, que la filosofía ha rescatado para tratar de explicar nuestra sensación de ser, nuestra conciencia de nosotros mismos, nuestra certeza de que tenemos algo más que la cáscara del cuerpo… un hombrecito que llevamos dentro, pero que —a su vez— debería llevar otro hombrecito dentro, y ese hombrecito a otro, y así… en regresión infinita.
No hay lógica racional que pueda explicarnos el alma, como tampoco podemos explicarnos en qué consiste el infinito. De ahí que sea nuestra imaginación —que Martí llamaba «la hermana del corazón»— la que se ponga a prueba ante esta iconografía martiana de Machado.
Permítanme, por favor, que me discurso se dilate, y ya que hablamos de tiempo y espacio, reparemos en la escala de estos cuadros. El homúnculo es proporcional a las palmas y las gaviotas, por lo que el coco es gigante… Se convierte en ese gran surtidor que derrama un arroyo, una cascada… Mi verso es un surtidor, nos recuerda.
Me recuerda la anécdota del hijo de Fernando Figueredo, uno de los primeros emigrados de Tampa que reconoció la grandeza de Martí cuando apenas era nadie. Cuenta que lo invitaron a almorzar y trajeron después un racimo de cocos, así como vasos, cuchara, azúcar… Pero Martí prefirió abrir él mismo un hueco en el fruto, tomarse directamente el agua  y después comerse su masa con un pedazo de la propia corteza que empleó a modo de cuchara.
Con esa misma fruición sensorial, Machado incorpora el coco a su iconografía: primero, como arca de la cubanía, pues ese fruto bello y enigmático no tiene otro maná que el agua que proviene de sus adentros. Y ahora aparece, no ya como esfera terráquea, sino como imago mundi…, es decir, como visión del mundo, cuyas leyes de gravitación parece desafiar el hombrecito en ese formidable díptico, o como ese coco-mundi que es globo solevantado desde donde el Apóstol puede disfrutar de la insularidad de su patria, donde apenas vivió, pero adonde vino a morir en lontananza…
«Martí también entra en el baile, pero entra a bailar con la más fea, con la muerte. Pero en su caso la muerte es la más bella, pues la sacralizad de su poesía está en morir en su tierra, que es paradójicamente tocar su lejanía: parece tener en la reminiscencia aquel terror de los primeros siglos del cristianismo, de que el que muere fuera de su tierra no puede acudir a la resurrección en el valle del esplendor, en el camino de la gloria».
Otra vez el genio de Lezama Lima —cuyas palabras acabo de citar— nos conduce al instante mortal, el inenarrable, el inimaginable… Machado lo sabe porque lo hemos hablado; por eso representa fantasiosamente al homúnculo —el alma de Martí— cabalgando sobre un hipocampo, sin arma que disparar, con los brazos abiertos, que no sabemos si va a morir o vivir de cara al sol, con una gaviota por ángel de la guarda… y ante esa ola inmensa, tan real que parece que nos salpica, al ver que su corcel se encabrita, sólo atenemos a preguntarnos cómo si fuéramos niños: ¿Relincharán los caballitos de mar?
Yo, que soy un niño-viejo, hubiese querido que —en mi lugar— inaugurara esta exposición un niño-niño, porque estoy seguro que serán los niños sus mejores espectadores en este Memorial.
Para terminar, permítanme hacer una regresión a mi infancia y recitar como un escolar sencillo:
Tiene el leopardo un abrigo
En su monte seco y pardo
Yo tengo más que el leopardo
Porque tengo un buen amigo.
O aquellos otros octosílabos que siguen detrás, y que Martí dirige sin dudas a su amigo mexicano Manuel Mercado, a quien dedica la publicación en 1891 de sus Versos Sencillos, así como al uruguayo Enrique Estrázulas:
Tiene el conde su abolengo,
Tiene la aurora el mendigo.
Tiene ala el ave: ¡yo tengo
Allá en México un amigo!
Al dejar inaugurada esta muestra, me arriesgo a parafrasear a Martí para decir que, aquí y ahora, en Cuba, tengo la dicha de estar junto a uno, dos buenos amigos: René Ávila y este artista sincero de donde crece la palma que es… Esteban Machado.

Muchas gracias.

Argel Calcines
Editor General de Opus Habana

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