«Antes quisiera, no digo yo, que se desplomaran las instituciones de los hombres —reyes y emperadores—, los astros mismos del firmamento, que ver caer del pecho humano el sentimiento de la justicia, ese sol del mundo moral», sentenció para la eternidad José de la Luz y Caballero.
Fuente de eticidad creadora, el legado de Luz perdurará en los siglos venideros y, transmitido gracias a sus hermosos aforismos, halla hoy resonancia en quien siente que «educar no es dar carrera para vivir, sino templar el alma para la vida».

 José de la Luz puede estudiarse, y ya se ha hecho suficientemente, como filósofo, como educador y como político. También puede atenderse a los rasgos místicos de su fisonomía moral. Sanguily consideró que tal vez no llegó a equilibrar su inteligencia soberana y su sentimiento excesivo; distinguió entre las ondas de su corazón y las de sus nervios. A este propósito cabe recordar los sacudimientos eléctricos que sentía al atravesar la Place Vendôme de París. Sus larguísimos viajes, por otra parte, aunque casi siempre estaba enfermo, fueron de una actividad mental y física asombrosa. Cuando el fiscal de la causa por la Conspiración de la Escalera lo interroga minuciosa, encarnizadamente, tiembla y vibra como un árbol firme en la tempestad y como un aparato de Física que mide pulsaciones de la materia. Es siempre el hombre natural y el investigador de sí mismo. Fue el hombre más completo que tuvimos antes de Martí, pero su completez era un proyecto, el programa que dolorosamente se le presentaba cada mañana y de cuya angustia sólo podían sacarlo la indignación o el júbilo, siempre en él de vuelta al ojo educador y a la mano que tiembla y vibra.
Cuando leo a José de la Luz, empezando siempre por leer ese nombre que preside la alucinante lista de los nombres poéticos de Cuba, lo que primero siento es la crispatura de la mano de Martí aferrándose a sí misma en el borde de su mesa de trabajo. Trabajaron mucho aquellos hombres con la pluma en la noche más cerrada de la patria; se relevaban en un solo escritorio que lo mismo podía estar en Londres o en París al servicio de las nudosas manos de José Antonio Saco, en la quinta resonante del Cerro, en la oficinita de Front Street asediada por la nieve. La novela de Luz no se ha escrito. Sería la novela de todos aquellos sufridores, padecedores, que hubieran querido ser los hermanos carnales de Juan Francisco Manzano y no podían serlo porque estaban fatalmente emparentados con la Marquesa del Prado Ameno. Sobre ellos pesaba una maldición, él lo sabía, que no se exorcizaba en la corte de Weimar ni en las minas de Silesia, que se amortiguaba un poco escuchando las respuestas del niño ciego en la escuela de Wood en Edimburgo... pero finalmente se ató a sí mismo al horcón de la quinta del Cerro para morir en su catre rodeado por los cinco mil volúmenes de su biblioteca y los milenarios gemidos de los esclavos.
Cómo separar entonces al político, al educador, al filósofo, abriendo sendas llaves en la pizarra, con una flecha lateral para aludir al místico. La didáctica, sin embargo, puede ser fría y puede ser piadosa. Llevar la piedad al aula ¿no fue uno de sus secretos? ¿Qué sentirían aquellos niños cuando él relevaba al profesor de Matemáticas o de Física? Seguramente algo parecido a un cambio de color del día, un cariño inesperado y también una pobreza con ropas tan espirituales que daría un poco de miedo, un gustoso miedo incomprensible, inolvidable. No lo olvidaron aquellos niños, por él se fueron a la guerra, por él muchos sangraron y murieron. No se ofenderán aquellos niños porque nosotros abramos en el pizarrón las tres llaves anunciadas. También él se sacudía el polvillo de la tiza y se iba solo, por los corredores penumbrosos de la tarde, a repasar su Bacon, su Locke, su Manzoni, sus Evangelios.
De Locke aprendió que sin experiencia sensorial, a la que sucede la reflexión, no hay conocimiento de la materia ni del espíritu, pero como el que conoce, y se conoce, es el espíritu, tal vía cognoscitiva, propia de la ciencia, no conduce al materialismo. Toda ciencia, en definitiva, y con especial limpidez la ciencia de la naturaleza, conduce a la fuente del espíritu, es ciencia de Dios. No es exacto, pues, que en Luz fueran contradictorias su religiosidad y su cientificismo, como no lo era en Locke, que además debió serle simpático por su oposición a la teocracia anglicana. Ya el Aquinatense había sustentado que nada hay en la inteligencia que no haya pasado por los sentidos. El camino hacia lo que Luz llamó «la proposición fundamental de Locke» –que «todos nuestros conocimientos son derivados de la experiencia»– lo amplió el nominalismo de Guillermo de Occam al afirmar que universalia sunt nomina; a lo que añade Luz que «si cambian nuestras ideas acerca del mundo y sus fenómenos, por virtud de los nuevos descubrimientos, cambian igualmente nuestras ideas acerca de la causa primera y de todas las cuestiones ontológicas». De este modo se establece que hay un solo conocimiento progresivo, que no tiene por qué haber discrepancia radical entre ciencia y fe, lo que llegará en Martí a la conclusión de que «cuando el ciclo de las ciencias esté completo, y sepan cuanto hay que saber, no sabrán más que lo que sabe hoy el espíritu, y sabrán lo que él sabe». No se trata de que haya ideas innatas, especie negada por Luz, sino que también existe lo que Pascual Gallupi (1770-1846), napolitano seguidor de Locke, llamó «la experiencia interna», la que a su vez ofrece resultados verificables en la vida espiritual, y de ello tanto Luz como Martí dejaron testimonios imborrables. Pero sin acceder a esta esfera, Luz pensó que el estudio de las ciencias naturales y de las matemáticas no es sólo la mejor introducción al estudio de la Lógica, cuyas reglas se practican y aprenden de ese modo imperceptiblemente, sino que tienen también un efecto moral, por lo tanto educador.
Otro pensamiento lucista que llegaría a ser principio martiano es su interpretación de la duda metódica en Descartes, según la cual el sentido en que debe tomarse es «que cada hombre levante de nuevo el edificio de su ciencia». El «ser y pensar por sí» abarcó en Martí hasta el redescubrimiento personal de la historia del espíritu humano y el hallazgo de la epopeya moral en el interior de cada hombre. «Quien ve en sí es la epopeya», sentenció a propósito de su experiencia como maestro de adultos en La Liga de Nueva York. Filosofía y pedagogía estaban íntimamente vinculadas al servicio de la patria en estos fundadores, como ciencia y fe. El rechazo al principio de autoridad empezó a manifestarse en la «Carta a un amigo sobre las tareas literarias» atribuida al padre José Agustín Caballero (Papel Periódico de La Havana, 12 de enero de 1794), se trasladó con mayor fuerza a los estudios filosóficos por el padre Varela (Elenco de 1861), se tornó una especie de revolución avant la leerte cuando José de la Luz escribió en 9 de mayo de 1846: «...sin el adveniat regnum tuum no hay filosofía», pues ya no se trataba sólo de interpretar sino también de cambiar la realidad, y por eso añade que «en el verbo está (...) el embrión de la filosofía». Finalmente Martí llevará esta línea de pensamiento, iniciada por la lectura creadora que de Descartes hiciera Luz, hasta enraizarla como un nuevo y viejo mito americano, cuando escribió en un apunte de 1881 relacionado con su prólogo a El Poema del Niágara de Juan Antonio Pérez Bonalde, prólogo más bien a la agónica modernidad que se nos venía encima: «Yo nací de mí mismo, y de mí mismo brotó a mis ojos que lo calentaban como soles, el árbol del mundo». Nuevo y viejo mito, decimos, porque es obvia su relación, aunque tal vez Martí la desconociera, con el nombre de una de las figuraciones de Quetzalcóatl, el llamado Mo-yocuyatzin, que etimológicamente significa, según Miguel León-Portilla en La filosofía náhualtl (1856), «señor que a sí mismo se piensa o se inventa». Este proceso de aculturación de la filosofía europea hasta hacerla coincidir con inspiraciones profundas de la autoctonía americana, nos recuerda el juicio de Martí sobre los próceres del Seminario de San Carlos, «cuando el sublime Caballero, padre de los pobres y de nuestra filosofía, había declarado, más por consejo de su mente que por el ejemplo de los enciclopedistas, campo propio y cimiento de la ciencia del mundo el estudio de las ciencias naturales». Las consecuencias prácticas de este proceso se ven diáfanas cuando Luz en el Elenco de 1840 declara: «Por eso la tendencia, a un tiempo científica y patriótica de nuestras doctrinas, es a despertar en nuestra sociedad el gusto por las ciencias naturales y las matemáticas. Y a este título hemos saludado como aurora de ilustración el establecimiento de una cátedra de higiene pública».
A partir de la expulsión de los diputados de Ultramar de las Cortes en 1837, Luz perdió toda esperanza de gestión política en favor de una liberalización de la sociedad cubana. Esa etapa de su vida, bien estudiada por Ramiro Guerra, giró en torno a las vicisitudes de su gran amigo, tan distinto de él, José Antonio Saco, miembro principal del grupo de discípulos de Varela (con Juan Justo Vélez, Nicolás María Escobedo y otros) opositores de Tacón, grupo que el propio Luz llegó a acaudillar en cuanto autor de la «Representación» al Capitán General en defensa de Saco y factor decisivo de la elección de éste como diputado por Santiago de Cuba. Si esta decepción, expulsado Saco de las Cortes, no hubiera sido suficiente, las sombrías maquinaciones en torno a la llamada Conspiración de la Escalera no dejaron otra opción a su temperamento que la de un magisterio concientizador de la infancia y juventud de la clase de los privilegiados, que como apuntó certeramente Carlos Rafael Rodríguez en respuesta a un juicio erróneo de Antonio Maceo, eran los únicos que en Cuba tendrían la posibilidad de iniciar la Revolución emancipadora, empezando para ello por liberar sus esclavos y quemar su riqueza.
Como ha escrito mi padre: «El filósofo, en su caso, implicaba el educador. Cuando tuvo una imagen del hombre y de la sociedad, de la vida y de nuestro destino, no se limitó a contemplarla sino que se consagró a predicarla y a descubrirla en las conciencias. No hizo nada que no fundamentara en la filosofía o en las ciencias particulares». Y todo lo que hizo y dijo en definitiva tuvo un fin político: cambiar la realidad de su patria, propiciar que a los cubanos llegara algún día el reino de la justicia y del amor.
Decepcionado de la gestión política inmediata, firme en la originalidad de sus convicciones filosóficas nutridas de la mejor tradición escolástica; aristotélico, no platónico; asimilador libre del empirismo de Bacon y Locke; anticipado en veinte años a la unidad de método que Franz Brentano propuso para las ciencias naturales y las que Rickert, Dilthey y otros llamarían «ciencias del espíritu o de la cultura»; integrador de razón y fe según ya lo fuera su principal maestro, el padre Félix Varela, como pedagogo subrayó Luz «la virtud educativa de las ciencias naturales» y dos afirmaciones concomitantes: que «todo alumno debe ser maestro de sí mismo» y que «quien no sea maestro de sí mismo, no será maestro de nada», relacionables ambas con su juicio sobre Varela: «el que nos enseñó primero a pensar». No, como suele entenderse, el primero que nos enseñó a pensar, sino el que nos enseñó que lo primero, antes de repetir nociones y antes de actuar, es aprender a pensar por sí mismo, en la medida de las fuerzas intelectuales de cada uno, recordando siempre la máxima vareliana de que el niño conoce pocas cosas, pero las conoce con la propiedad de un filósofo, y la martiana de que «los niños saben más de lo que parece», unida a su propia experiencia de «la infancia observadora», que es la que hay que estimular.
Ya en su Informe de 1833 sobre la creación del Instituto Cubano, que hubiera sido una Escuela práctica de ciencias, Luz la definió como «Escuela de virtudes, de pensamiento y acciones, no de expectantes ni eruditos, sino de activos y pensadores». Vimos cómo en su Elenco de 1840 revelaba que toda su doctrina apuntaba a nada menos que «el establecimiento de una cátedra de higiene pública». Tales son, entre otros muchos que concurren a los mismos fines, los antecedentes doctrinales del Colegio del Salvador, inaugurado en enero de 1848. Para acercarnos al magisterio de aquel centro de la conciencia cubana, nada mejor que repasar los aforismos referidos a cuestiones educacionales y los testimonios de algunos de sus más fervientes discípulos.
 Cada pájaro tiene su gorjeo, como cada escritor su estilo. El estilo mejor de Luz fue el aforístico y el de sus apuntes intelectivos o confesionales, en que su manejo personalísimo de la elipsis y de la sintaxis logra huellas visibles del diálogo de ánima y ánimus. No son los suyos, como aparecerán después en Martí, sentencias resumidoras, y a veces sobrepasadoras, de un discurso previo. Lo aforístico en él es el discurso mismo, concentrado como joya viva de un impulso tan pensado como inspirado. El volumen de sus aforismos y apuntes, que en realidad debiera publicarse, respetando el entrecruzamiento de los temas, como diario espiritual, tiene para nosotros el valor de un libro de la sabiduría sólo comparable con los Versos sencillos de Martí. La clasificación temática, por lo demás, resulta útil a la hora de enfocar un aspecto del ideario lucista, como lo hacemos de inmediato poniendo el oído al rasgueo de la pluma en el papel nocturno, trémulamente iluminado, de la noche colonial. Entonces entreoímos y leemos:

Sagrado es este ministerio de la enseñanza, y tremendo por los deberes que impone, todavía más al que enseña que al enseñado; pero de cualquier modo, nada puede el uno sin el otro: están estrechamente ligados ante Dios y los hombres.

No pasa un día sin que ganemos algún conocimiento útil, aun de los más ignorantes. «Todo hombre es un libro: la dificultad consiste en saber leerlo» –había dicho yo en 1835.
Es menester aprovechar al paso cuantos conocimientos se puedan, aun los que parezcan más indiferentes o inconexos con nuestras investigaciones favoritas.
Así se junta insensiblemente un caudal preciosísimo, a cada instante, a la patria, a la humanidad.

Casi todas las profesiones pueden pasarlo sin entusiasmo: la de maestro es la que no puede absolutamente: lo ha menester para inculcar la doctrina y para vencer los obstáculos. Ha de ser todo inspiración, sacerdocio, mansedumbre, carácter, templanza, flexibilidad.

Ni hay otro medio eficaz de predicar costumbres que el ejemplo, ni los mejores planes de enseñanza pasan de meros pliegos de papel sin honrados y hábiles preceptores. Esperar lo uno sin lo otro, sería aguardar la cosecha sin haber labrado ni echado la semilla. Valiera más no establecer escuelas absolutamente que poner la niñez a cargo de entes inmorales o inexpertos.

Arte por excelencia, como que es todo de inspiración, aunque descanse en la experiencia.

No está la dificultad en engendrar y concebir sino en criar y educar.

Espinoso apostolado es la enseñanza: que no hay apóstol sin sentir la fuerza de la verdad, y el impulso de propagarla.

La educación empieza en la cuna y acaba en la tumba.

Instruir puede cualquiera, educar sólo quien sea un evangelio vivo.

Educar no es dar carrera para vivir, sino templar el alma para la vida.

No se concurre a los establecimientos para aprender todo lo aprendible, sino muy singularmente para aprender a estudiar y para aprender a enseñar.

Pudiera tacharse a la educación moderna de haber atendido al entendimiento con menoscabo del corazón; y a la antigua de haber atendido a la memoria y a la especulativa, con mengua del entendimiento y de la práctica.

¡Ay de la juventud si no siente el estudio como una religión!

El elogio discretamente manejado, dispensado con parsimonia y oportunidad, es la mejor de todas las armas para conquistar la juventud.

El espíritu de nuestra enseñanza es hacer sentir la ignorancia.

Más respeto se debe a los niños que a los ancianos.

La infancia gusta de oír la historia, la juventud de hacerla y la vejez de contarla.
He aquí entrelazadas las tres edades y armonizadas entre sí y con el mundo.

Yo me admiro de que los demás se admiren, sobre todo los ancianos. ¡Dichosos los que se han quedado jóvenes!

Siendo la ciencia de la educación un ramo tan experimental, como la Física o la Medicina, quedaría harto defectuoso todo plan de escuela normal si no se destinase una parte del curso a la práctica de las doctrinas explicadas.

Enemigo del enciclopedismo, pero todo tiene su término. Pues va siendo, cada vez más, casi tan necesario a cualquier hombre, tener nociones de mecánica, v.g., como tenerlas de aritmética.

Viajar, comparar impresiones nuevas con las antiguas. Viajar, desmohecer las armas.
Sal de tu patria, para apreciar tu patria (verdadera en bien y en mal).
Ni en la niñez ni en la vejez debe salirse de la patria: la juventud es la edad de los viajes.
En una y otra época se necesita el calor de la madre.
No debe el niño educarse fuera del país donde ha de vivir de hombre.

¡Cuántas pérdidas irreparables trae la educación en suelo extraño! Piérdese el idioma nativo, entíbiase el amor filial, relájase todo vínculo de familia, y hasta el santo amor de la patria sufre gravísimo detrimento en el continuo cotejo de los hábitos adquiridos con los que es forzoso adquirir.
En otros términos: se choca de frente con la gran ley de armonizar: Fardo para sí, y para los demás.

La instrucción primaria no significa nada respecto a la moralidad de un pueblo, cuando no se aplica directamente a la disciplina de los sentimientos y afecciones del alma, no menos que al cultivo de las facultades mentales.

Háganse respetables los maestros y serán respetados.

Tengamos el magisterio y Cuba será nuestra.

¿A quiénes podría referirse ese posesivo, «nuestra», sino a los cubanos patriotas que desde los días de Varela empezaron a soñar con una Cuba independiente o por lo menos autónoma? La palabra «patria» aparece tenazmente en los escritos de Luz. Esa línea que acabamos de citar, escrita y pronunciada en el más absoluto silencio, es ya una línea secretamente revolucionaria, como lo fue en el fondo, sin más prédica que la figura misma de Luz y sus pláticas evangélicas de los sábados, el espíritu concientizador del Colegio todo. En 1956 mi padre escribió sobre el Salvador: «Claro que si tenía como lema fundamental “la justicia, sol del mundo moral”, eso ya era una simiente de Revolución, no obstante haber redactado sus elencos con entera exclusión de problemas públicos». Por eso en 1974, en mi libro Ese sol del mundo moral, que he sentido siempre como consecuencia de la obra de mi padre, escribí: «Lo que él creó, en primer término, fue una atmósfera de austeridad y pureza que llenaba el recinto del Salvador; una transparencia sensible que podía vivir, aparentemente, dentro de la rígida ley, aunque desbordándola por todas partes. El Colegio tenía, por eso, algo de templo y hasta de lugar de peregrinación, como se comprueba leyendo las fervorosas evocaciones de José Ignacio Rodríguez, Manuel Sanguily y Enrique Piñeyro; a la vez que algo tácitamente subversivo que no escapó desde luego a la suspicacia española». Manuel I. Mesa Rodríguez, el más acucioso indagador de la vida y obra de José de la Luz, recogió los juicios hostiles y difamatorios de españoles ilustres, entre los que se destaca el de Marcelino Menéndez Pelayo en 1882, cuando lo llamó «cifra y compendio de todos los rencores contra España». Quizás no se hubiera expresado así don Marcelino de haber conocido al maestro del Salvador personalmente o de haber leído estas palabras suyas: «No puede existir un hombre más en desarmonía con esta sociedad –desde la cumbre hasta el cimiento, y hasta el polvo– y sin embargo, vivo siempre amándolos a todos, y aun por eso los amo más; porque no hay más remedio en lo humano que el amor. Dios me lo aumente para ejercitarlo, que a ocasiones es harto difícil».
Pero el autor de estas palabras, anunciando ya lo que Fina García Marruz ha llamado en Martí: «el amor como energía revolucionaria», fue el mismo que escribió: «La actual sociedad, a guisa de fuego subterráneo, abriga en sus entrañas fuerzas latentes, cuya manifestación ha de dejar pasmado al siglo del vapor, de la electricidad, y del sufragio universal. Res vestra, aut ego fallor, res nostra agitar. [Se trata, si no me equivoco, de asunto que os interesa; que nos interesa]».
Y en el latín final (su querido latín, al que confió tantos arranques de su alma), reaparece la res nostra, el nosotros del subsuelo, la Cuba que tenía que ser nuestra.
La actualidad o actualización de José de la Luz para nosotros, hoy, se acrecienta con sus anticipadísimas percepciones del peligro yanqui. Ya Varela en sus Cartas a Elpidio había advertido a los hispanoamericanos que en Norteamérica no era todo oro (moral) lo que relucía. Luz precisará caracteres muy graves: una inmensa colmena que produce mucha cera y poca o ninguna miel; un gregarismo de rasero muy mediocre; «lo peor de todo», reitera, «la trivialidad», y nada menos que «la frialdad, materia prima de la maldad». Por ese camino estaban haciendo un siglo no de oro sino del oro; de consuno con su antigua metrópoli entronizaban, dice, una concepción mercantil de la libertad, y por su propia cuenta codiciaban ya la América incendiadora y envidiada. Qué señales tan presagiosas. Como si fuera poco al terciar en la extensa e intensa polémica de 1839 en torno a la ética del debe ser o del utilitarismo, nos dejó la fórmula imperecedera, la que hoy más que nunca necesitamos y enarbolamos, al sentenciar que «habiendo una gran diferencia entre lo útil tomado en general y lo justo, no media alguna entre lo más útil y lo justo: útil es un ferrocarril pero más útil es la justicia», a lo que poco después añade, concluyendo: «luego la ley del deber lejos de oponerse al principio de la mayor utilidad encuentra en éste su más firme apoyo». Trazaba así una línea divisoria que sigue siendo la trinchera de Cuba, el más alto mandamiento de la eticidad cubana, configurado como fulgurante imagen aquella noche de diciembre de 1861 evocada por Manuel Sanguily:
«Le veo a él, de pie, vacilante, pero luminoso de inspiración, echada hacia atrás la cabeza, levantadas entrambas manos a lo alto, en la majestuosa actitud de un profeta bíblico; y ahora mismo resuena en mi oído y vivirá por siempre en mi corazón, la soberbia frase final, que es un Evangelio entero, que era sin duda la condenación más terminante de la afrentosa realidad, de aquel modo de ser –de la colonia y de la esclavitud: Antes quisiera, no digo yo que se desplomaran las instituciones de los hombres –reyes y emperadores–, los astros mismos del firmamento, que ver caer del pecho humano el sentimiento de la justicia, ese sol del mundo moral».
Añadía Sanguily en 1890: «El siglo actual, seguramente, no ha oído palabras mejores, ni más hermosas, ni más elocuentes...» Lo mismo podemos decir hoy y podremos decir en los siglos venideros, porque esas palabras constituyen la enseñanza eterna del Maestro del Salvador.

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