Comentar sobre posturas sociales de ciertos caballeros de la Cuba pretérita, compulsaron a este cronista para hermanarse con el retrato de una de sus variantes (el pepillito), logrado por el director de la La Semana, «la más popular de las revistas satíricas cubanas». Roig quiso señalar con palabras también al «primo del pepillito y hermano del guataca, con algo de aquel y mucho de éste».

«Tipo al que, como homenaje justo a Sergio Carbó y pretendiendo que corra la suerte del que Carbó clasificó, definió, popularizó y estigmatizó, voy a bautizar con el nombre de Pepillote».

La pluma experta y viril de Sergio Carbó, una de las dos o tres plumas –¿llegan a tres?– que aún no han sido mercadas en ese gran patio de monipodio que es hoy nuestra Ínsula por obra y desgracia del servilismo, la adulonería, el afeminamiento y la pobreza de espíritu que como males endémicos padecen el noventa y nueve y medio por ciento de los que han cambiado su título de ciudadanos por el más grato y productivo para ellos de súbditos, de esclavos, de guatacas: la pluma del director de La Semana ha fustigado en las páginas de esa, la más – justamente– popular de las revistas satíricas cubanas, a los pepillitos, esos mozalbetes ridículos, sin cerebro ni sexo, que infectan nuestros círculos, clubs y sociedades, tanto los que presumen de elegantes y del «gran mundo» como los que rechazarían indignados el calificativo que les cuadra de cursis y barrioteros.
Carbó ha realizado con esa campaña contra los pepillitos una admirable labor de saneamiento social, que constituye el triunfo más grande conquistado con la pluma en esta época en que la pluma casi había dejado de ser arma y alma de nobles defensas y ataques; convertida, como está, en objeto vendible o alquilable o en botafumeiro.
Necesaria y provechosa, merecedora de los más cálidos aplausos, ha sido esa campaña. Triunfal y merecido el éxito feliz alcanzado. El nombre de Pepillito, puesto a manera de inri sobre la testa, vacía por dentro y envaselinada por fuera, de esos monigotes sociales, ha sido cauterio que ha extirpado o disminuido en muchos casos la enfermedad del pepillismo. Una vez más la ironía y la sátira, al conquistar esta ruidosa victoria, han reafirmado su fuerza y su poder incontrastables. ¡Loados sean los manes de Cervantes, Quevedo y Larra!
Pero no es el pepillito el más nocivo de los tipos que padece hoy nuestra mal llamada República. El pepillito, en el fondo, es un pobre diablo, mequetrefe ridículo, perjudicial, desde luego, pero por inútil, por negativo; más por no ser, que por ser. Por no ser, ni hombre – virilidad física y espiritual–, ni deportista, ni elegante, ni tenorio, ni pervertido, sino remedo y caricatura de todo ello. Su símbolo de identificación podría ser el prefijo privativo «a».
Por el contrario, hoy sufre y es víctima nuestra patria de otro tipo, primo del pepillito y hermano del guataca, con algo de aquel y mucho de éste, cuya peligrosidad sí es positiva y grande; tipo que se encuentra y abunda no ya en los círculos sociales pseudo elegantes o francamente cursis, ni en las esferas políticas y administrativas, o que con ellas se relacionan, sino en todos los círculos, esferas y clases de nuestra sociedad; tipo al que, como homenaje justo a Sergio Carbó y pretendiendo que corra la suerte del que Carbó clasificó, definió, popularizó y estigmatizó, voy a bautizar con el nombre de Pepillote.
Este tipo no tiene, como el pepillito, rasgos característicos exteriores que permitan distinguirlo a simple vista; de ahí que sea muy difícil prevenirse contra él, y a veces demasiado tarde, pues sólo por su actuación es posible describirlo y clasificarlo.
El pepillote se encuentra, como dije, en todas nuestras clases sociales, en todas las profesiones y actividades de la vida, y en ellas se distingue y sobresale, casi siempre, y ocupa puestos preeminentes; y precisamente utiliza ese buen concepto, más o menos merecido, profesional o social, de que goza, y esas ventajosas posiciones que ocupa, para poner, nombre, prestigio y posición al servicio de la más vergonzosa, de la más indigna, de la más despreciable guataquería.
No es el político que adula al Jefe del Estado para hacer carrera y ocupar un puesto, o conservarlo, o mejorarlo; ni el obre muerto de hambre abandonado por la suerte, que servilmente se prosterna ante el Presidente para comer y llevar de comer a su familia.
El pepillote ni es político, ni tiene hambre. Vive, y suele vivir bien y cómodamente, y en la mayor parte de los casos no aspira a puestos administrativos ni a mejoras sociales o profesionales, lo cual no quita que en algunas ocasiones acepte unos y otras.
El pepillote es el abogado, es el médico, el catedrático, el magistrado, el escritor, el artista, el leader social, el clubman... que se han sumado a la gran comparsa de guatacas, que con su servilismo, su adulonería, entonan de la mañana a la noche, y día tras día y mes tras mes, ditirambos y loas, cánticos ininterrumpidos de babosa y afeminada adoración al Jefe del Estado y a su obra de gobierno, agotando, en los elogios que hacen a aquel y a ésta, toda la gama de los adjetivos, calificativos y cualificativos, y reconociéndole a su ídolo el goce en grado sumo de cualidades excepcionales y únicas, no sólo para el gobierno y administración del país, sino para todas las profesiones, todos los puestos y todas las actividades de la vida humana.
Y la guataquería del pepillote es la más nociva y la más peligrosa.
Malo es que el político o el muerto de hambre, guataqueen; pero los efectos que en el pueblo producen sus guataquerías o la resonancia que tienen en el extranjero, es insignificante comparados con los de la guataquería del pepillote, porque, ¿que un político adule y sea servil al Jefe del Estado? A nadie asombra. Es su oficio. Busca un puesto o un ascenso. Y al servilismo de un muerto de hambre, ¿quién le da importancia? Es sólo una manera de buscarse la comida.
iAh! Pero la guataquería del pepillote, esa sí produce un mal ejemplo pernicioso para el pueblo, y alcanza una resonancia en el extranjero altamente dañina, porque falseando la verdad, tergiversando los hechos, contribuye a que goce de buen concepto lo que o los que sólo merecen censura y repulsión.
El pueblo no le da importancia a que un político o un muerto de hambre guatequeen; al contrario, es cuando más considera que son mentira, adhesión, elogios y aplausos; y hasta resultan contraproducentes, pues, por venir de quienes vienen, considera falso cuanto dicen y hacen, y mentira cuanto celebran.
Y cuando elogios de políticos al Jefe del Estado llegan al extranjero – de los muertos de hambre no traspasan los límites de la localidad–, por muy importante que sea el personaje político que hace la loa, siempre se piensa... ¡es político! ¡va a su negocio!
Pero cuando no son ni el político ni el muerto de hambre los que guataquean; sino el ilustre abogado o médico Fulano de Tal, de fama y prestigio profesionales; el renombrado catedrático de la Universidad Nacional, Dr. X de Z; el distinguido clubman J. K.; el inspirado poeta R. I.; el brillante escritor S. U.; el notable pintor V. C , entonces, ni nuestro pueblo, ni en el extranjero, pueden figurarse que los elogios de cualquiera de estas personalidades sean falsos, sean servilismo, sean adulonería, sean guataquería; y nuestro pueblo y en el extranjero, tiene que razonarse, de esta manera: cuando hombres de ese relieve y prestigio sociales o profesionales celebran de tal manera, es porque hay fundamento para el elogio y no para la censura, porque si no, esos hombres criticarían, ya que tienen capacidad y autoridad para juzgar y pronunciarse libremente.
Y no se diga nada, cuando, en lugar de uno, de uno de estos personajes, es toda una corporación la que, como resultado de acuerdo, tomado en junta general, por aclamación, guataquea; cuando es un club que presume de elegante, una academia pseudo científica, literaria o artística, una de las facultades universitarias o la Universidad en pleno, los que acuerdan presidencias efectivas o de honor, mensajes de admiración y gratitud, homenajes de público reconocimiento de excelsitudes y cualidades excepcionales.
¿Cómo se va a pedir al pueblo que no crea en estos elogios y en estos homenajes, si los realizan los hombres y las instituciones más prominentes y representativas del país?
Y ¿cómo no se van a aceptar en el extranjero como verdad estos elogios, si están respaldados por la autoridad de los hombres e instituciones que los formulan?
He ahí el hecho. He ahí el daño. He ahí a los pepillotes.
Y tanto más despreciables son, cuanto en privado censuran lo que en público alaban. Son falsos, son hipócritas. Y por ello son más dañinos. Son los más perjudiciales de los guatacas. Porque lejos de cumplir el deber y la misión que por su profesión, carrera, arte, cultura, talento, posición social, están obligados a desempeñar en su país, ilustrando a gobierno y pueblo, hacen todo lo contrario: guataquean al primero y engañan al segundo. Lejos de cooperar, con la crítica serena y capaz, a una buena obra de gobierno, y hacer con ello que éste rectifique errores, o tome acertadas orientaciones, no hacen más que adular. En vez de ser mentores y guías, no son más que serviles lacayos, despreciables guatacas. Lejos de favorecer a las masas, dirigiéndolas por el recto camino, contribuyendo a formar la opinión pública, desorientan al pueblo, lo engañan, lo prostituyen.
¡Qué horrible enfermedad ésta, la del pepillotismo! Y, ¡qué difícil de curar! Porque las raíces del mal son muy hondas, y ¡quién sabe hasta dónde se extienden y dónde se encuentra la savia letal que les da vida!
Tal vez, escarbando, escarbando, se descubra que estos pepillotes, son pobres de espíritu, falsos valores, deleznables ídolos, mediocridades, simuladores; y tal vez, escarbando, escarbando, se averigüen los tortuosos y mezquinos fines que persiguen. O que no son otra cosa que miserable rebaño, carneros que siguen al pastor, porque lo ven Hombre y puede castigarlos.


(Fue publicado este artículo en la revista Carteles, el 5 de agosto de 1928).

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