Si una receta de ajiaco-mural fuera posible de obtener, no sería operación en vano el mezclar todos los cuadros de este pintor habanero dentro de una gran olla con agua hirviente.
Eduardo Miguel Abela Torrás, del abuelo, muerto en 1965, no puede guardar recuerdo, mas sí la marca de haberse empinado bajo su fronda de ceiba descomunalmente memorable.

 Hubo un primer Eduardo Abela, nacido allá por San Antonio de los Baños, en 1889. Aquél llevó Félix por segundo nombre y Villarreal como apellido de linaje materno. Su oficio prístino como tabaquero desde los 12 años de edad, hacen arduo el imaginar su tránsito a pintor cuando arribó a los 20, gracias a una beca de ingreso en la Academia de Bellas Artes de San Alejandro.
Será este iniciador de la veta artística de los Abela, el que regresó de una rica experiencia en España, entre 1921 y 1924, con ímpetus vanguardistas tales que removieron la pátina de la Academia y filtraron hacia la Isla los códigos artísticos más modernos. El mismo que hizo de «El Bobo» un personaje vocero de la opinión cívica, instrumento satírico con el que desafiar la dictadura de Gerardo Machado. Fue éste un indagador en las esencias cubanas, autor de Guajiros y Los novios, y de la vaquita tierna que nos contempla desde una pared del Museo Nacional de Bellas Artes.
Como de tal pincel... tal Abela: su hijo también se haría pintor; pero Eduardo Abela Alonso quiso despegarse del sello figurativo del antecesor y sembró parcela propia en la abstracción con matices expresionistas. Este último, a su vez, se reprodujo en un tercero, que vio la luz en 1963: Eduardo Miguel Abela Torrás, quien del abuelo, muerto en 1965, no puede guardar recuerdo, mas sí la marca de haberse empinado bajo su fronda de ceiba descomunalmente memorable. Fuente de sombra bienhechora que, sin embargo, como lo sentiría por momentos el joven Abela III, podía ser obstáculo para la luz de la individuación. Y entonces dijo: «Yo no quiero ser pintor». Acerca de ese tercer vástago –quien, de inmediato sabrán cómo, desdijo más tarde su temprana renegación para seguir el rastro de la sangre– es que versará esta crónica. Mas, antes que olvide decirlo, les cuento que hay un IV Eduardo Abela [Bravo], de 11 años, que ya ha impreso sus trazos en telas, a cuatro manos, junto a su padre. ¿Continuará la saga?

CUANDO ABELA III NO QUISO SER PINTOR
El elevador no funciona y hay que remontar siete pisos por una escalera en forma de espiral, con descansos cortos, estrecha y empinada, como las que conducen a lo alto de los antiguos campanarios conventuales. Aunque el edificio, ubicado casi al fi nal de la Avenida de las Misiones, conserva ese decoro de modernidad pujante –¿o empujada?– que caracterizó a la arquitectura habanera durante los años 50 del pasado siglo.
Por suerte, para el peregrino que asciende hasta el apartamento que habita Eduardo Abela Torrás, la vista más allá de los amplios ventanales de cristal, si no el cuerpo, al menos refresca el espíritu. El pintor ha reparado antes en esa virtud del paisaje, y por eso muchas mañanas –me cuenta–, tras el despertar y el buche de café, se sienta a contemplar la entrada al Túnel, la boca de la Bahía, el enhiesto Morro al fondo. Ahí, bloc en mano, dibuja sus bocetos. Sólo que no ahora, porque le he pedido hacer un viaje de vuelta a los inicios:
«Desde pequeño me gustaba dibujar, pero me rebelaba a la idea de tener que seguir la tradición; quería encontrar mi propio camino, preferiblemente en otra disciplina. Como me interesaba la música y poseo buen oído, yo quise ser músico. Y estudié algo; de hecho, puedo tocar el piano, la guitarra». A seguidas, Abela III reconoce: «Pero soy de un temperamento muy inquieto y tuve una adolescencia difícil, me faltaba disciplina».
«Entonces, matriculé en San Alejandro... para encaminarme. De todos modos, lo que pensaba era ser diseñador, por eso escogí la especialidad de grabado. El mundo de la gráfica me atraía mucho porque es muy interesante, muy experimental, y además porque quería dedicarme al humorismo gráfico. A veces pintaba, aunque sólo como una manera alternativa. Y me sucedía en esas primeras pinturas que salían cosas muy parecidas a las de mi abuelo, cuando yo lo que quería era alejarme de esa influencia, que me atrapaba como una determinación genética, o por el haber crecido viendo sus trabajos».
Entre los años 1985 y 1991, Abela Torrás colaboró con publicaciones humorísticas como Dedeté y Palante. Luego, tras la desaparición de la primera, influyó una condicionante personal: el sentirse limitado dentro de los códigos estrictos del humor gráfico y el deseo de probar cosas diferentes. Con la reflexión siguiente, él justifica su decisión de abandonar el humorismo:
–Yo no me considero precisamente un tipo «chistoso». Además, pienso que el humor no tiene, necesariamente, que ser «un chiste», sino que es un fenómeno más amplio. Hay más libertad para abordarlo desde el grabado y la pintura. Tal vez nadie se ría con Picasso, sin embargo hay humor en su pintura. Y en la de Goya o en la de Magritte; pero es un humor más reflexivo, y ésa es la clase de humor que a mí me gusta.
Ese humor natural en él –«sabroso», aunque no se trate del más hilarante– lo llevará consigo a la pintura desde el momento mismo en que decida, concienzudamente, dedicarle mayor tiempo a esta manifestación. Igualmente le rebrotarán las enseñanzas del pintor y grabador Ángel Ramírez, maestro suyo en San Alejandro, de quien admira el sarcasmo de sus apropiaciones al estilo de la pintura medieval y renacentista.
Bajo tal influencia, el tercer Abela empieza a encontrarse a gusto con la cita, la parodia, el entronque de legados bizantinos, góticos, barrocos; y su pintura comienza a poblarse de atrevidas reminiscencias del caballero del Greco con la mano en el pecho; infantas de Diego Velázquez; robustas gracias de Rubens; desvestidas majas de Goya; santurrones de retablo y madonnas piadosas. Mas, también, de geishas arrancadas de estampas japonesas; blancos y negros criollos de Landaluze; calaveras del mexicano Posada, latas de sopa de Warhol... ¿Pretendía, acaso, dárselas de «El Listo», este nieto del primer Eduardo Abela, progenitor de «El Bobo»?

POR LA RUTA DE ABELA EL LISTO
Donde Abela (El Tercero, ya no volveré a repetirlo) pinta, la luz del Sol entra abundante, para agrado suyo. Muchos libros lo rodean, de maestros y escuelas pictóricas la mayoría. Él dispone en el equipo de música un paisaje sonoro de fondo: múltiple, como sus gustos, y como su carácter, variable. En ocasiones interrumpe el trabajo y rasga la guitarra. Una diana a donde enviar dardos, le ayuda a desahogar las ansiedades típicas de oficio tan solitario, y de su propio modo de ser, tan intranquilo. No siempre pinta sobre el caballete. A veces acomoda el lienzo en el suelo. Más que de calma, su atmósfera de trabajo parece satisfacer necesidades de libertad.
 Este rasgo de su personalidad aflora, nítido, cuando enjuicia las distintas exposiciones en que ha participado. «Hay muchas que uno hace “con talanquera”, forzado, por compromiso –me dice. Por eso me divertí tanto con la del 98, junto con Andy (Ángel Rivero), en la galería La Acacia. Él es abstracto, yo figurativo, pero coincidíamos en las intenciones. Ambos estábamos haciendo apropiaciones: él, de Mondrian y Modigliani; yo, sobre la gráfica, de Keith Haring, Liechenstein, hasta con el personaje de Elpidio Valdés. Trabajamos con mucha libertad y, sin embargo, recibió muy buena crítica y aceptación». Esa misma sensación de trabajar «a su aire», la percibió al montar «Ay, Dios mío» (2005), en el Palacio de Lombillo, un conjunto de instalaciones y pinturas con las que desacralizaba la imaginería religiosa, mediante piezas tan incisivas como Dios le da jaba al que no tiene jugada.
«Las once mil vírgenes» (Consejo Nacional de las Artes Plásticas, 2004) fue todo lo contrario, porque debió enfrentarla de manera más disciplinada, con una selección de piezas más coherente, sujetado a una misma paleta, a temas que la unificaran. A pesar de esto, Abela se siente satisfecho con ella, pues significó una visión de su trabajo «más madura, más profesional». (Al vuelo señalo que la crítica pensó lo mismo: Carina Pino Santos catalogó la muestra como «una bien meditada complicidad consigo mismo», donde «estas nuevas obras evidencian una más refinada sensibilidad hacia el contexto»).1
No por gusto un lagarto pintado por Bonachea descansa sobre el arco de entrada a la sala, o cuadros de Rubén Alpízar y Rancaño adornan sus paredes. A Abela le gusta compartir espacio y tiempo con sus amigos. De ahí que él no olvide mencionar «Uno, dos, tres... qué trazo más chévere» (2004), en la galería Servando Cabrera, expuesta en unión de Ernesto Rancaño y Vicente R. Bonachea, como actividad paralela al Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Muestra en que Abela exhibió El Martirio, la cual, según sus palabras, expone «una visión irónica de las problemáticas diarias de los cubanos». (En aquella fecha hizo a la prensa una de esas sorprendentes declaraciones, tan suyas: «Yo soy cinéfilo. El cine, la música y la literatura son las cosas que más me “tocan”; incluso, más que la plástica»).2
Hombre paradójico –como cualquier otro, seguramente–, Abela afirma que no le desagrada «trabajar a partir de un pie forzado, un tema que esté ya determinado y sea un reto, que me obligue a investigar y plantearme qué voy a hacer. No soy de los que acuden a un encargo sentándose ante el lienzo en blanco y haciendo lo mis mo de todos los días». Lo demostró en «Cita con ángeles» (Memorial José Martí, 2004), cuando el punto de partida fueron las fotografías tomadas por el norteamericano Richard Falco el 11 de septiembre de 2001 en el sitio donde estuvieron las Torres Gemelas. Formó parte del grupo de 42 artistas cubanos convocado a hacer una recreación visual de esas instantáneas, y Abela optó por basarse en el pop norteamericano y ubicar a Superman en el centro del desastre.
Otro ejemplo fue su intervención en «Manual de Instrucciones» (CENCREM, 2006, exposición colateral a la IX Bienal de La Habana), donde cualquiera pudo esperar que hiciera una de sus figuraciones habituales y, en cambio, Abela tuvo la ocurrencia de enfundar el refrigerador dentro de una jaba, en clara alusión a la interrelación de estos dos artefactos y su importancia para la supervivencia de sus compatriotas.
Abela, el inconforme, me declara: «El día que empiece a hacer lo mismo me voy a morir... o me pongo a vender maní en la esquina».

ABELA FRENTE A ABELA
Que si posmedieval... Que si neohistoricista... Que si recurre en demasía a las morfologías de los estilos históricos... Que si cuál es su rasgo auténtico, lo singular de Eduardo Abela... Asuntos de etiquetas, dilemas de los críticos y los filódoxos, que no dejan de hacer mella en la psicología del artista, obligándolo a la autoindagación:
«Ahora, después de tanto tiempo haciendo apropiaciones, de estar en un vaivén, donde lo mismo retomo del siglo XV que de lo muy contemporáneo, empiezo a pensar en cómo ser un poco yo, porque hay gente que me ataca con el señalamiento de que debía tener un estilo propio. Pero es que yo, cuando comencé a trabajar, a diferencia de la mayoría de los pintores, no me preocupé por encontrar el platanito o el caracolito mío; es decir, unos códigos propios, un sello distintivo. Mi personalidad cambiante, el descontento eterno con lo que hago, la autocrítica frecuente, me empujaron hacia esa forma de hacer en que siempre estoy buscando referentes distintos, moviéndome de un estilo a otro. Últimamente he estado trabajando en crearme unos personajes míos, y ya me están saliendo algunos, que de todos modos siguen teniendo esa impronta medieval, gótica, que aparece tanto en mi obra».
Aunque, a la larga, el pintor encuentra una salida para sentirse cómodo a solas con su conciencia: «Pienso que siempre hay algo personal que brota en todo lo que uno hace, con independencia de si se está siendo influido por el arte japonés o por la vanguardia rusa. Tal vez, a diferencia de un Fabelo, un Pedro Pablo o un Bonachea, que se reconocen fácilmente por los atributos de sus personajes, lo que caracterice a mi obra sea precisamente esa especie de travestismo, de mutación constante...»  Y con una alegría, sin dudas traviesa, rememora esta anécdota: «En el último mural colectivo en que participé este año, para el programa televisivo Cuerda Viva, los demás artistas estaban a la expectativa sobre con qué me iba a bajar yo de pronto, y lo que se me ocurrió fue usar el estudio anatómico de Leonardo da Vinci y colocarle en el pecho un par de bongoes».

ABELA CON LOS PIES EN LA ISLA
«A la hora de pintar, imagino escenas como ésta: una madonna beata, de las que aparecen en la pintura religiosa, en medio de un hospital nuestro, con todo el bullicio y el trasiego de gente alrededor...», describe así Abela el germen de sus creaciones, y uno evoca otras imágenes que ha visto del artista. Por ejemplo, la de una cortesana de la isla del Sol Naciente, donde la sensualidad se ofrece recatada, y que, por capricho, el pintor traslada a una isla del otro lado del mundo y la rodea de las criaturas del Caribe, célebres por su erotismo franco, haciendo que la mujer viva a plenitud el destape de sus sentidos y alcance esa sensación de «me desordeno, amor», que Carilda Olivier describió –precisa– en sus famosos versos.
¿Descubrir lo cubano por contraste? ¿Las marcas de lo propio que se hacen visibles ante la representación en el espejo de un Otro disímil? Éste es el sentido que adquieren las manipulaciones pictóricas de Eduardo Abela, en las que seres extemporáneos y ajenos, representantes de otras épocas y tradiciones culturales, pisan el suelo de la Tropical Island y colisionan con el presente y la realidad de sus habitantes. A través del pasaje de las recontextualizaciones, Abela va desprendiendo símbolos de la tradición pictórica para encajarlos en un nuevo escenario, ese en donde él vive, del que él es arte y parte: la cotidianidad de su patria insular, el aquí y ahora de ser cubano.
Él mismo dice: «Mi pintura es una búsqueda de la identidad. Lo que despierta mi interés es esa manera de ser nosotros, los cubanos, inconfundible en la forma desmesurada de hablar, de gesticular, los hábitos y costumbres que manifestamos y las vicisitudes de nuestra vida cotidiana, a veces tan dura y azarosa».
Y sus herramientas más personales, sus recursos más notables para conseguir tal empresa, son el humor y la sátira, con sus comprobados efectos catárticos y la sensación de extrañamiento, de distanciamento, que favorece la reflexión sobre quiénes somos.
Ante la pregunta que se hace Argel Calcines sobre si la pintura de Abela es «una indagación en la idiosincrasia del cubano de hoy (...) una reivindicación pictórica del choteo como nuestro hábito o actitud más generalizada»,3 bien cabría hacer un movimiento de cabeza afirmativo.
Por ello se me ocurre que, si una receta de ajiaco-mural fuera posible de obtener, no sería operación en vano el mezclar todos los cuadros de Eduardo Abela, dentro de una gran olla con agua hirviente y viandas de cosecha autóctona, remover con un cucharón largo de madera la cocción rara, aderezada con el aditivo de sus personajes ora anacrónicos ora modernos, con el ingrediente de luminosos colores del Trópico junto a los austeros de climas más templados.
Ese alimento pictórico, pienso yo, despediría un fuerte aroma, indefinible con palabras, tal vez, pero inmediatamente reconocible por todos los nativos de la Antilla mayor. ¿Y la sensación al paladar? Sabor a Cuba, pues...


1 Carina Pino Santos: «Eduardo Abela en el ojo del ciclón», en revista digital La Jiribilla, agosto, 2004.

2 -----------------------: «Eduardo Abela, Vicente Bonachea y Ernesto Rancaño en la galería Servando Cabrera: Uno, dos y tres... qué trazo más chévere», revista digital La Jiribilla, diciembre, 2004.

3 Argel Calcines: «¡Ay, Dios mío!», en revista Opus Habana, Volumen IX, Número 2, 2005.

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